La leyenda del charro negro. Parte 1

El obispo, el verdugo y el usurero

Ciudad de Puebla. Siglo XVI.

 

Juan de Dios Nuño había sido rescatado por el obispo de Cataluña, ya que era hijo de una prostituta que abusaba físicamente de él desde que era un bebé. El recién nombrado obispo le enseñó a leer y lo primero que leyó fue la biblia. Su interpretación y alocuciones eran tan convincentes, que el chico ayudaba en la conversión de muchos infieles con una sola charla. Tenía sólo diez años cuando se le confió la tarea de impartir clases catequesis en la parroquia. Pero aquellos niños que encontraban argumentos convincentes para debatir con Juan de Dios, tarde o temprano eran encontrados muertos en las calles.

El obispo sabía perfectamente que Juan de Dios tenía algo que ver con esas muertes, y nadie entendía porque aquel hombre estaba tan decidido a protegerlo. Comenzaron a cuestionar al obispo por encubrir al presunto asesino, así que, para salvarlo de alguna investigación, el obispo envió al muchacho a la nueva España para que cumpliera la labor de verdugo en la ciudad de Puebla. Él sabía que no habría mejor trabajo para aquel jovencito que hacer valer la voluntad de Dios. Y en efecto, le vino de maravilla a quien encontraba placer en la sangre y el sufrimiento humano.

Puebla de los Ángeles se convirtió rápidamente en una de las ciudades más prósperas de la Nueva España y en parte, fue gracias a la ayuda de los prestamistas, quienes financiaron muchas de las obras de construcción, pero sobre todo a la mano de obra esclava y al oro robado al imperio mexica.

El principal prestamista de la iglesia había sido un judío que se cambió el apellido para escapar de la persecución antisemita en Europa. En la Nueva España se le conocía con el nombre de Moisés Barrios. Se sentía más seguro en el nuevo mundo, pero prefería no mencionar a nadie sobre su origen judío.

Barrios, quien conoció el hambre y la injusticia desde su infancia, procuraba ser un ejemplo de bondad: Siempre daba limosna a los pobres, regalaba alimento a los necesitados y era, de hecho, el único en toda la ciudad que trataba a los esclavos como seres humanos.

Pero Barrios era humano, y como todo ser humano debía tener una debilidad, y la suya era el dinero. Por cada moneda entregada en limosna, por cada hogaza de pan regalada, él procuraba cobrar el favor a sus deudores, lo que le ganó la fama de usurero avaricioso en poco tiempo.

El obispo de Puebla observaba satisfecho la decoración final de su catedral. Toda la ciudad en sí era tal y como la había soñado. Su ciudad de ángeles que tanto quería, al fin era una realidad. Pero también era una realidad la deuda que se tenía con su principal prestamista.

―Esto es hermoso, Fray Julián ―un sacerdote admiraba la catedral junto con él―. No dudo en ningún momento que Dios mismo le envió aquella visión para que fuera usted quien fundara una ciudad digna de los mismos ángeles.

―Fue Dios quien me inspiró, padre Francisco. Por eso he de pedir a la corona se condone toda deuda que la iglesia tenga con base en la fundación de esta bella ciudad. Como sea, Dios mismo nos ha bendecido con esta tierra abundante en oro, los prestamistas bien podrán convertir sus préstamos en donativos, y Dios se los pagará con creces.

―Va a ser un tanto difícil convencer a Moisés Barrios de condonar la deuda, su serenísima. Después de todo, él ni siquiera es cristiano.

―¿No es cristiano? ―preguntó el obispo, frunciendo el entrecejo.

―¿No lo sabía? Es un judío.

―¿Un judío? Vaya, no cabe la duda de que Dios provee.

El obispo se asomó por la puerta, en donde vio al verdugo dando clase de catequesis a los esclavos. Juan de Dios era tan excelente orador, que hasta el más reacio de los indígenas se entregó por completo al cristianismo.

―El obispo de Cataluña me dijo que veía en Juan de Dios a un aliado enviado por el mismo creador, y por eso lo envió a este mundo de pecadores, para que él nos ayude con los casos imposibles.

―¡Y vaya que es valioso! ―exclamó el sacerdote―. En los veinte años que él lleva en el nuevo mundo ha ayudado a encontrar más herejes y traidores que nadie en la misma España.

―Dígale que vaya a mi despacho, necesito de su tenacidad.

Al siguiente día, el prestamista abrió su negocio como lo hacía todas las mañanas. Su esposa vigiló la limpieza de su casa de préstamos mientras Moisés y sus tres hijos revisaban los libros y estados de cuenta.

Juan de Dios se acercó a la casa observando con desprecio a los indígenas que terminaban de limpiar la entrada.

―Moisés ―dijo a modo de saludo―, Dios esté contigo, buen hombre.

―Buen día, Juan de Dios. ¿Hay algo en que pueda ayudarte?

―No. Hoy mi visita es meramente con motivos eclesiásticos. ¿Sabes que se me ha encargado la labor de evangelizar a estos salvajes?

―Noble labor la vuestra ―dijo Moisés amablemente.

―Dime Moisés, ¿tus esclavos han recibido las enseñanzas de Cristo?

―Mucho les he hablado del creador ―respondió Moisés.

―¿Del creador? ―Juan de Dios sonrió―. Eso es imperativo. Pero del mesías, ¿les has hablado del mesías?

―No me considero la persona apropiada para hablarles del mesías.




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