La leyenda del charro negro. Parte 1

La casa maldita de los Olivares

Ciudad de Puebla. 1843.

 

Una enorme casona en las afueras de la ciudad, hasta hacía poco llena de musgo, enredaderas y telarañas, estaba siendo remodelada y regresada a su antigua gloria. Aquella arquitectura de la época colonial había quedado abandonada desde antes de la guerra de independencia y el actual propietario tuvo que rebajar mucho su precio para poder venderla.

El teniente Olivares decidió comprarla y ocuparse en su remodelación, pues estaba por iniciar su propia familia.

Su mujer, quien tenía cuatro meses de embarazo, supervisaba de cerca los trabajos de restauración, emocionada por tener para su futuro hijo una casa tan enorme y lujosa.

Pasaron su primera noche en la nueva casa en un caluroso día de verano. El clima era tan extremo que por la noche decidieron dormir con las ventanas abiertas.

Margarita Rosas de Olivares se levantó a medianoche por un vaso de agua. Caminó sigilosa para no despertar a su marido cuando vio de reojo la sombra de una persona cerca de la ventana. Pero al voltear, no había nadie. Caminó hacia la ventana y lo único que vio fue a dos de sus sirvientes en el patio, aprovechando la noche para regar el jardín.

Una sensación extraña le invadió, fue como sentir que no estaba segura. Su marido pronto sería requerido en el cuartel. La luna de miel de seis meses estaba llegando a su fin y él tendría que dejarla sola con aquellos indígenas en los que no terminaba de confiar.

Tras una noche de insomnio, se levantó poco después de su marido, a quien acompañó en el desayuno.

―Hasta ahora no has sido requerido por el general ―dijo Margarita mientras tomaba el té―, pero sé que tarde o temprano se te pedirá dejar la ciudad.

―Estarás bien, querida. No estarás sola.

―Eso es lo que me preocupa. ―Ella miró de reojo a la mucama y al jardinero, quienes platicaban en con la cocinera―. Me estarás dejando sola con ese puñado de indios. ¿En verdad crees que son de fiar?

―Más les vale cuidarte bien. Si alguno se atreve a permitir que les pase algo a ti o al bebé, lo pagarán caro.

Margarita los volvió a mirar con desconfianza. Ella venía de una familia criolla que vio su fortuna diezmada después de la guerra de independencia. Y aunque nunca vivieron en la pobreza, los padres de Margarita siempre culparon a los indígenas de haber provocado la quiebra de su consorcio minero. Además, Margarita creció rodeada de los criollos insurgentes que quedaron en el poder después de la guerra. Era gente traicionera, que usaron a los indígenas para ganar la independencia del país, pero ahora que se habían separado del yugo español, esos criollos denigraron a los indígenas, para evitar que gente de sangre mexica quisiera tener un puesto en el gobierno.

Por ellos, Margarita creció escuchando mentiras y difamaciones que hacían ver a los indígenas como seres demoniacos capaces de asesinar como fieras salvajes, y les temía tanto, que detestaba la idea de que su marido la dejase con ese tipo de servidumbre en casa.

―Quizá si mi madre pudiera estar conmigo… al menos hasta que nazca el bebé.

―Tú madre está muy delicada de salud como para viajar desde Guanajuato. ―El teniente limpió sus labios con la servilleta y se levantó―. Es tarde, debo llegar al cuartel. Te veré por la noche.

Resignada, Margarita pasó por primera vez un día entero acompañada sólo por la servidumbre. Tenía un mal presentimiento que le impedía confiar en esa gente de piel morena y miradas reacias.

No pensaba salir de casa, pero ese presentimiento la obligó a irse, perdiéndose entre las calles de la ciudad. Pensaba visitar algunos comercios donde compraría ropa para su bebé. La idea la relajaba y le quitaba ese delirio de persecución.

Compró algunos ropones y zapatos en una tienda especializada, pero estos eran muy sencillos en comparación de los mamelucos tejidos y ropones bordados que otra mujer mostraba a su acompañante. Margarita no pudo evitar preguntar el origen de esa compra.

―No los venden en la ciudad ―dijo la mujer―. Los compré en el mercado popular, ahí hay una mujer que vende estas artesanías. ¿A que están preciosas?

Margarita siguió las indicaciones de la mujer para llegar al mercado popular. Pero conforme caminaba, menos segura se sentía. Había dejado las calles rodeadas de lámparas y recorridas por carruajes, en cambio se encaminaba por senderos llenos de estiércol, donde caminaba gente a pie o algunas carretas tiradas por burros. Las mujeres y caballeros con ropa de época eran reemplazados por gente de piel morena con vestimentas raídas y sucias.

Por momentos dudaba en regresar sobre sus pasos, pero la ropa que había visto era de un gusto tan exquisito, que realmente deseaba tenerla.

Llegó al fin al mercado. Era un sitio abarrotado de gente que ofrecía animales vivos, alimentos autóctonos y hierbas extrañas. Su corazón dio un vuelco al ver a un hombre cortar la cabeza de un guajolote con un machete, mientras su cliente contaba el dinero para pagar por el animal. Llegó al fin donde estaba el puesto que buscaba. Una anciana, sentada en el suelo, ofrecía su mercancía sobre una manta mientras ella bordaba una tela.

Tenía tanta prisa, que ni siquiera regateó. Tomó la ropa que más le gustó, pagó por ella y salió rápidamente del mercado.




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