La leyenda del charro negro. Parte 1

La hacienda sin dueño

Ciudad de Puebla. 1986.

 

Mucho se hablaba de ese lugar. Era un excelente terreno, cercano a la presa y a sólo unos minutos del centro de la ciudad. Se vendió la mayoría de las hectáreas de ese predio cuando la dueña falleció, pero quedaba un lote de media hectárea, la cual el dueño se negaba a vender, y lo más extraño era que nadie estaba interesado en adquirirlo.

Al padre Justino Sánchez se le había autorizado adquirir un predio para la construcción de una nueva iglesia en el barrio de San Pedro así que buscó al dueño de aquel predio, don Genaro, un campesino que vivía en las periferias de lo que había sido la vieja hacienda.

―No he querido hacer a nadie el daño de venderle esa tierra maldita, pero usted será la excepción. Convertirlo en la casa de Dios, eso es lo que ese terreno necesita.

―¿Por qué lo dice? ―preguntó el padre, intrigado.

―¿Nunca ha escuchado las leyendas de la hacienda de San Pedro?

―No, ninguna. Para serle honesto don Genaro, me pareció muy extraño que tendiendo tan cerca la presa, no haya filas de personas rogando porque se lo venda.

―¡Ay, padre! ―don Genaro se quejó―. No quiero tener que irme a confesar por mentiroso. Mire, antes de hacerme una oferta, le sugiero que investigue más sobre ese lugar.

El sacerdote no entendía a qué se podía referir el anciano, pero de inmediato visitó el predio. No le pareció que hubiera nada extraño. De las paredes de adobe casi derruidas sólo quedaba lo que quizá en algún momento fue la caballeriza, parte de la casa y una pequeña capilla.

Regresó a su casa y al siguiente día continuó su investigación. La gente de los alrededores divergía en la opinión sobre la construcción de una iglesia en ese lugar. Algunos suspiraban de alivio, rogando al padre que la iglesia fuese construida de inmediato. Otros, horrorizados, le pedían al sacerdote alejarse por completo de ese lugar. En lo que todos coincidían era en que el lugar estaba poseído por algún demonio especialmente peligroso. Le hablaron de una gran cantidad de peticiones a la iglesia sobre exorcizar ese lugar, así que decidió que lo siguiente era investigar en los archivos de la arquidiócesis, pues si había algo sobre exorcismos, los documentos deberían estar en ese lugar.

Era muy extraño. Todo lo referente a aquel predio estaba archivado en una misma caja. Era evidente que él no era el primero que empezaba esa investigación. Alguien antes que él ya había juntado una serie de papeles, todos ellos sobre la hacienda de San Pedro.

Un sacerdote de apellido Cabrera había solicitado apoyo a la arquidiócesis para exorcizar el lugar, y aparentemente, era el mismo Cabrera quien había recolectado toda aquella documentación en una misma caja. En la caja había un sobre color caqui en el cual se tenían registros de todos los propietarios de ese predio, desde antes de la independencia hasta su actual dueño. El penúltimo había sido un rico hacendado, muerto durante la guerra de revolución. Según los papeles, su único hijo había muerto en una batalla y la hacienda pasó a manos de su nuera. Ella conservó la hacienda, permitiendo a los campesinos hacer uso de las tierras sin pedir nada a cambio, pero el acceso a la casa del hacendado estaba estrictamente prohibido.

Antes de que la hacienda fuera construida, había sido una lujosa mansión propiedad de una familia de apellido Olivares. Era extraño que su hijo, al heredar la mansión, la hiciera destruir. De los dueños anteriores a esa viuda no había mucha información.

Encontró otro documento de propiedad, tan antiguo que apenas si podía leerse. No se distinguía el nombre del dueño, pero no era de la hacienda, sino de una propiedad que estaba en el centro de la ciudad de Puebla. Se preguntaba por qué el título de propiedad de una casa en el centro de Puebla estaba entre los documentos de la vieja hacienda.

Al fondo de la caja estaba un sobre con documentos de la inquisición, con los planos arquitectónicos de un palacio que no recordaba haber visto jamás. Un diseño hecho en carboncillo mostraba un palacio oscuro y tenebroso, mientras que los planos marcaban el lugar donde habría calabozos, salas de tortura y un patio de ejecuciones.

Lo último que buscó en el archivo fue la dirección de ese tal padre Cabrera, pues quería saber qué era lo que le había llevado a investigar tan a fondo sobre aquel predio.

Al siguiente día a primera hora se fue a una iglesia y pintoresca en Santa Clara Ocoyucan.

―Buen día ―saludó a un seminarista que barría el atrio―. Busco al padre Cabrera.

―¿Quién le busca? ―preguntó el joven seminarista de nombre Gregorio.

―Soy el padre Justino Sánchez. Vengo a discutir con él asuntos relacionados con un predio cercano a la presa.

―¿El de la vieja hacienda de San Pedro?

El seminarista Gregorio mordió su labio inferior. Dejó la escoba y pidió al padre que lo siguiera. Llegaron hasta las humildes oficinas en donde le ofreció asiento.

―El padre Cabrera murió hace unos años ―dijo el seminarista―. Fue asesinado a los pocos días de haber conseguido permiso para adquirir una casa que está en el centro de la ciudad.

―¿Asesinado? ―dijo el padre Justino, alarmado―. Nunca escuché de un sacerdote asesinado en estos últimos años.




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