La leyenda del charro negro. Parte 1

El huerto de los infantes perdidos

Chapulco, Puebla. 2015.

 

Se acercaba el periodo de vacaciones escolares y la mayoría de los estudiantes egresados de bachilleratos revisaban en internet los resultados de los exámenes de admisión a los colegios de nivel superior. Pero Astar López era una de las tantas excepciones que no se sentía muy entusiasmada de ver su resultado. Era la hija de un hombre misógino que daba preferencia a sus hijos varones. De su madre no sabía absolutamente nada, la mujer huyó de los maltratos y golpizas de su marido cuando Astar tenía sólo tres años de edad, dejando aquel hombre con dos hermanos mayores que Astar y un hermano dos años menor que ella.

La vida para Astar fue de abuso psicológico, tanto por parte de su padre como de sus hermanos. Incluso Elías, su hermano menor, tenía permiso de golpearla hasta por berrinche. Y las cosas empeoraron diez años atrás, cuando Astar acompañaba a Elías a la escuela y el niño se perdió sin dejar rastro. Su padre la culpó por la desaparición del niño y Astar tuvo suficiente. Se convirtió en una rebelde desde muy temprana edad. Se había librado de ser expulsada de los colegios a los que asistió gracias a sus calificaciones casi perfectas, pero su comportamiento dejaba mucho qué desear. Comenzó a usar el estilo gótico, no porque se sintiera identificada con la idiosincrasia de los llamados darks, sino porque sabía que con eso hacía rabiar a su padre, hermanos y profesores.

Pero la realidad era que Astar se había hecho inteligente por aquel maltrato, pues desde muy pequeña tuvo que ingeniárselas para salvarse de los constantes castigos que le imponía su familia, y entre tantas salidas, encontró en la escuela un escape. Por eso aunque no entrara a clase, se aplicaba en estudiar para los exámenes y nunca le faltó una sola tarea por entregar, pues sabía que, si reprobaba, sería suficiente motivo para que su padre la mantuviera en casa como sirvienta.

―¿Ya fuiste a un café internet para ver si te quedaste en alguna universidad? ―preguntó su hermano mayor mientras ella estaba tumbada en el suelo, escuchando música.

―Buscaré después ―dijo ella―. Pero no sé por qué te interesa. Tú estás de acuerdo con papá. Ustedes creen que no vale la pena invertir un centavo en alguien que tarde o temprano se va a casar.

―Y tenemos razón. Sería una pérdida de tiempo y dinero.

―Entonces no me quedará otra más que buscar trabajo en estas vacaciones para pagar mis propios estudios ―Astar se incorporó.

―¿Trabajo? ―su hermano rio―. ¿Quién te daría trabajo? Además, dudo que te hayas quedado en alguna universidad.

―¿Crees que soy idiota como tú? ―Astar tomó una gabardina y se dirigió a la puerta―. Te puedo apostar que me quedé en todas las universidades para las que apliqué.

Astar salió y azotó la puerta sin escuchar la respuesta que daba su hermano ante tal desplante de arrogancia. Caminó hasta un café internet en donde aburrida, comprobó que tenía razón, había sido aceptada en las cuatro universidades para las que aplicó.

Pero estaba indecisa. Buscar trabajo y pagar sus propios estudios sería algo que haría derramar bilis a su padre y a sus hermanos, quienes no habían terminado siquiera el bachillerato. Pero por otro lado estaba harta de que los profesores la juzgaran, de las miradas desdeñosas de sus compañeros de clase y, sobre todo, de tener que obedecer ciegamente a sus profesores.

Caminó hasta la presa. Era de los pocos lugares en donde podía sentirse en paz consigo misma, oculta entre las ramas de algún árbol y leyendo algún libro.

Pero ese día había alguien más entre los árboles. Un hombre con traje de charro fumaba sentado a la orilla de la presa. Ella pretendía alejarse sin hacer ruido cuando el charro le llamó.

―¿Por qué se va, preciosa? ―le dijo―, ¿acaso me teme?

―No confío en los extraños ―Astar miró al charro con sorna―, y usted parece bastante extraño.

―Tiene razón ―dijo el charro, levantándose―. Me iré para que usted pueda estar tranquila.

Astar vio a aquel hombre subir a un caballo que llegó por entre los árboles. Se alejó lentamente perdiéndose entre la maleza. Astar se acercó a la presa y vio que el charro había dejado un libro de aspecto antiguo. Lo levantó y una cuenta de oro cayó a sus pies. Astar la tomó y gritó, llamando a aquel hombre que no respondió. Ella se encogió de hombros, guardó la cuenta en su bolsillo y se trepó a un árbol para leer aquel libro escrito a mano. Hablaba sobre chamanes y de los mitos alrededor de la brujería en México desde la época prehispánica hasta mediados del siglo XX. Estaba inmersa en la lectura cuando dos mujeres se acercaron hablando de un niño desaparecido.

―Fue hace unos meses ―decía una de ellas―, era sobrino de la doctora Rita. Dicen que el niño salió del colegio hecho un energúmeno por el “bullying” que le hacían sus compañeros de clase. Encontraron sus pertenencias en una calle cercana a la presa, y nadie le volvió a ver.

―¡Que Diosito nos libre! ―exclamó la otra―. Dice don Fausto, el panadero, que él está seguro de que el roba-chicos es un viejo campesino que tiene un huerto cerca de su panadería.

―Si es él, quién sabe qué hace con ellos. Don Fausto asegura que una vez lo sorprendió en el panteón, enterrando algo. Pero la policía no le cree.




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