La leyenda del charro negro. Parte 1

El mausoleo

Ciudad de Puebla, 2016.

 

Rita terminaba su turno en el hospital. Dejó su bata en el perchero, tomó su bolso y después de cerrar su consultorio, salió con paso lento. Por años llevó esa rutina inalterable como una especie de obsesión compulsiva, pero esta vez, todo había cambiado. Por pocos meses tuvo a sus sobrinos en casa y fue tiempo suficiente para sentir que su vida había quedado vacía ahora que ellos no estaban. Ema estaba recluida en un psiquiátrico y a la policía no parecía importarle en lo más mínimo esforzarse por encontrar a su pequeño sobrino.

Sacó la llave de su auto y desactivó la alarma, estaba dispuesta a subirse cuando una anciana salió a su paso haciéndole respingar.

―¡Por el amor del cielo, Dalia! ―exclamó llevándose la mano al pecho―, ¡qué susto me ha dado!

―Rita ―Dalia se acercó a ella, preocupada―, tenía que decírtelo de inmediato: ¡Gabriel ha vuelto!

―¿Qué? ―Rita no podía creer lo que escuchaba.

―Está en tu casa, hace un par de minutos me llamó desde un teléfono celular ―Dalia abrió la portezuela del auto― ¡Rápido, Rita! Tenemos que ir por él.

Rita no lo pensó dos veces, subió al auto y salió de inmediato de camino a su antigua casa. Activó el aparato de manos libres y llamó a su marido para darle la noticia.

―¿Está segura de que era él, Dalia? ―preguntó Arturo.

―¡Más que segura!

―En unos minutos les alcanzaré allá.

Bajaron del auto y Dalia corrió hacia el pequeño que salió de entre un grupo de niños.

―¡Hijo de mi vida! ―Dalia abrazó a su nieto entre besos y lágrimas―. ¡Gracias a Dios que estás bien!

―¿Es usted la dueña de esta casa? ―Mariano se acercó a Rita.

―¿Eh? S… sí, soy yo ―Rita quería interrogar a aquel hombre que acompañaba a su sobrino, pero su prioridad era abrazar a Gabriel en cuanto Dalia lo soltara.

―Es muy importante que hablemos ―dijo Mariano―. Es sobre el espectro que habita en esta casa.

Eso al fin acaparó la atención de Rita. Dejó que Dalia levantara al niño en brazos y todo el grupo entró con ellas a la casa.

―Será mejor dejar a los niños jugar en el jardín ―dijo Astar―, lo que tenemos que decirles es mejor tratarlo sólo entre adultos.

―Antes que nada, quisiera pedirles una disculpa por el mal rato que les hice pasar ―dijo Mariano―. Soy yo quien mantuvo secuestrado a este niño, pero les ruego que escuchen mis motivos antes de llegar a una conclusión errada.

»La criatura que ustedes han visto no es más que un recolector de almas. Un condenado que usó la promesa de corromper a los inocentes a cambio de posponer su juicio final.

―¿A qué se refiere? ―preguntó Dalia―, ¿acaso esa criatura quería corromper a mi nieto?

―Señora, ese niño es débil. Se deja llevar por la ira y es presa fácil para seres malditos como el que aquí ronda. Los compañeros de clase de Gabriel lo atacaron sólo por ser diferente y ese fue motivo suficiente para que él estuviera dispuesto a asesinar.

―¿Está loco? ―gruñó Rita―. ¡Tenía sólo siete años cuando eso pasó!

―Por eso lo salvé ―continuó Mariano―. Yo tengo algo… quizá un don, quizá una maldición. El caso es que yo puedo ver cuando un niño está a punto de convertirse en víctima o victimario. Hace muchos años que juré proteger a todo niño que pudiera caer en manos de esta bestia ―Mariano miró desde la ventana hacia el jardín―. Todos esos niños llegaron a mí justo antes de ser atrapados por algún depredador sexual, de un asesino, de algún esclavizador o en casos como el de Gabriel, cuando ellos son los que están a punto de cometer algún error que les marcaría de por vida.

Mariano les contó muy brevemente sobre lo que pasó con él, para que comprendieran por qué Gabriel no pudo volver a casa en todos esos meses. Arturo había llegado justo a tiempo para escuchar la historia y quizá no la hubiese creído, de no ser porque interrogó a los niños y no encontró contradicciones entre sus versiones y la de Mariano.

―Mañana a primera hora tenemos que ir por Ema ―dijo Rita―. Ella tiene que ver a su hermano, quizá así deje de culparse a sí misma. Tiene que saber que ella no fue responsable de esa matanza en el colegio San Pedro.

―¿Saben qué? ―intervino Arturo―. En estos días hemos conocido de uno u otro modo a las personas que se han visto envueltas en este misterio. Entre todos tenemos que encontrar alguna forma de terminar con esto.

Y así lo hicieron. Dalia se comunicó con Artemio, aquel chofer que se culpaba por haber llevado a la muerte a decenas de personas, mientras Rita buscaba el teléfono del hermano del desaparecido gobernador Portilla. Al siguiente día temprano, Rita fue por su sobrina a un psiquiátrico cerca de la ciudad de México, Artemio y Dalia aprovecharon ese viaje para que les dejaran en San Martín Texmelucan, en donde Artemio escuchó el rumor de una mujer que estuvo a punto de ser víctima del charro negro. Arturo por su parte se fue con los hermanos Portilla para buscar al padre Gregorio, el hombre que intentó impedir la construcción del residencial en donde estaba la casa maldita. Mariano y Astar se dedicaron a buscar a las familias que aún quedaran con vida de los niños que había secuestrado él. Regresaron con ellos ocho niños cuyas familias ya no estaban en este mundo, y Elías, el hermano de Astar, pues ella no quería que su hermano regresara a manos de un padre que seguramente lo llevaría de nuevo por un mal camino.




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