Recuerdo con nitidez la tarde en que mi vida estuvo a punto de extinguirse. ¿Cómo acabé en semejante situación? ¿En qué momento me convertí en la villana de una historia mal contada? ¿Cuándo comenzó esta ciudad a odiarme con tal fervor que su clamor exigía mi muerte?
Ocho días, interminables y crueles, permanecí encerrada en una celda húmeda y nauseabunda, con ratas errantes y pequeñas arañas negras de motas verdes como únicas compañeras. Entonces, un par de guardias irrumpieron, sacándome a empujones como si fuera poco más que un objeto despreciable. Habían decidido que era hora de pagar por mis “pecados”. El príncipe heredero, con el respaldo de su padre, dictó mi condena: la hoguera. ¿Y cuál fue el delito que me llevó hasta este destino atroz? Un intento de asesinato contra mi hermana menor.
Los guardias me arrastraron por los pasillos oscuros y helados de Dorther, la prisión más temida del reino. Allí yacían los peores criminales de la nación, pero ni siquiera ellos me habrían mirado con tanto desprecio. El suelo de piedra, afilado y cubierto de fragmentos cortantes, desgarraba mis pies descalzos con cada paso. Mis quejas quedaban atrapadas en mi garganta; después de todo, la mujer más odiada de la capital no podía esperar compasión.
Tras lo que parecieron siglos, el camino culminó. Por primera vez en días, sentí los débiles rayos del sol filtrarse sobre mi piel, aunque no traían alivio. El cielo gris, pesado y cargado de melancolía, se unía a mi tormento aquella tarde de invierno. Una brisa gélida me atravesó hasta los huesos, y con ella, el frío mordió mi piel desnuda. La primera nevada del año había caído durante la noche, cubriendo cada rincón de la ciudad, pero mi cuerpo apenas estaba cubierto por un trapo miserable que se hacía llamar vestido. Alguna vez fue blanco; ahora, desgastado, sucio y cubierto de manchas oscuras, reflejaba la miseria que me rodeaba. Mis brazos, atados al frente con una cuerda áspera, temblaban de frío. Si hubiera podido, me habría abrazado a mí misma, pero ni siquiera ese pequeño consuelo me estaba permitido.
Cuando mis ojos, acostumbrados a la penumbra, se adaptaron a la luz exterior, la realidad me golpeó con toda su crudeza. Esto no era una pesadilla; no había despertar. Los soldados me llevaron hasta una tarima y, sin miramientos, me ataron a un poste de madera rodeado de paja seca y leños dispuestos con precisión a mis pies. Desde mi posición elevada, pude oír con claridad los gritos de la multitud reunida en la plaza central. Gritos de odio, sed de justicia mal dirigida. Nobles con sus ropajes lujosos y campesinos cubiertos de harapos se agolpaban por igual, ansiosos por presenciar mi sufrimiento. Querían ver cómo el fuego ascendía por mi cuerpo y cómo el aire llenaba mis pulmones con gritos de agonía. Me llamaban “bruja”, “zorra” y otros insultos que resonaban como flechas afiladas.
Busqué entre el mar de rostros algún atisbo de familiaridad, alguien que pudiera tenderme la mano. Mis ojos desesperados se detuvieron en un único nombre que revoloteaba en mi mente: Alexis. Mi hermana menor, la causa de esta tragedia. Ella, la prometida del príncipe Edward, cuya vida casi se desvaneció la noche de su compromiso tras ser envenenada. Yo, la villana perfecta, fui señalada como culpable. ¿Tenía sentido? Para ellos sí. Para mí, nada podía ser más absurdo… o más cruel.
—¡Muere, perra desgraciada! —gritó una voz femenina desconocida antes de que un tomate podrido impactara contra mi rostro.
—¡Qué asco! —me quejé, moviendo la cabeza de un lado a otro para que los restos del alimento cayeran al suelo.
El hedor persistía cuando otra voz resonó entre el bullicio.
—¡Asesina! —exclamó un hombre, lanzando una piedra que golpeó de lleno en mi nariz.
El dolor era agudo, pero me obligué a guardar silencio, incluso cuando un hilo de sangre descendió hasta mis labios. Mi mirada buscó entre la multitud al agresor y lo reconocí al instante: el panadero del mercado.
—Yo no soy el monstruo aquí, condenado panadero —dije, clavándole una mirada desafiante. Sin embargo, de poco sirvió; no podría importarle menos.
—¡Muerte a la traidora!
—¡Loca!
—¡Bruja!
—¡Puta!
El coro de insultos crecía, resonando en la plaza como un eco de odio interminable. Aunque nunca había sido particularmente apreciada en esta ciudad, jamás imaginé algo así. La gente de Gada, la orgullosa capital de Fester, exigía mi muerte. Querían ver arder a la “bruja”.
¿Bruja? La acusación me resultaba tan absurda como ofensiva. En mis veinte años de vida, nunca había sido capaz de realizar un solo hechizo. ¿Cómo podían culparme de algo semejante? ¿Intento de asesinato contra mi hermana menor, la futura reina? Podría entenderlo, aunque no lo hubiese cometido. Pero magia oscura… ¿Quién había lanzado tal mentira contra mí? Si realmente tuviera poderes, no estaría en esta situación.
—¡Cerrad vuestras infames bocas! —La voz grave y autoritaria del verdugo silenciaba la multitud con facilidad. Su rostro estaba oculto bajo una capucha negra, dejando ver solo su mandíbula tensa—. Señora Aramelia Weisthon, ha sido usted acusada de intentar asesinar a la señorita Alexis DiAngelus, su media hermana menor y prometida del príncipe Edward III. Además, se le imputa el cargo de brujería, puesto que se ha confirmado que el veneno utilizado fue creado mediante conjuros oscuros.
Las palabras del verdugo cayeron sobre mí con el peso de una sentencia ineludible.
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Editado: 11.01.2025