Carla y yo regresábamos a casa en el carruaje. Habíamos dejado atrás El Caminante hacía apenas cinco minutos. Con el codo apoyado en la ventana, observaba el bullicio de las calles de Gada. Mi mente estaba atrapada en una maraña de pensamientos. Todo lo que había sucedido me parecía irreal. ¿De verdad podría salvarme? No era mi intención dudar del Dios Dragón, pero la incertidumbre y el miedo me consumían. También me preocupaba el destino de Carla durante mi ausencia. Sin embargo, confiaba en que estaría a salvo. Después de todo, partiría bajo la protección de un miembro de la familia real. Lo que no podía predecir era cómo reaccionarían Edda, Jona y Alexis cuando se enteraran de mi decisión.
—Carla.
—¿Mi lady? —respondió, mirándome de reojo. Su expresión dejaba claro que esperaba alguna explicación.
—Hay algo que debo decirte, aunque no sé si existe una forma correcta de hacerlo. —Aparté la mirada del paisaje y me centré en nuestra conversación.
—¿Qué está ocurriendo? Todo esto me parece demasiado extraño. ¿Por qué se reúne con un general a solas en El Caminante? No es propio de usted ni de ninguna dama de su posición.
—No puedo explicártelo ahora. Tendrás que confiar en mí. —Carla empezó a mover el pie izquierdo con nerviosismo, golpeando el suelo de madera del carruaje. Finalmente, solté las palabras sin rodeos—: Me voy mañana a primera hora… a la guerra.
—¡¿Qué?! —Se levantó de su asiento, conmocionada. Tal vez debí suavizarlo, pero dar rodeos solo habría empeorado las cosas.
El resto del trayecto fue todo menos placentero. Carla dejó de lado su habitual prudencia y se comportó de manera histérica. Sus protestas se encadenaron, tachando mi decisión de insensata e irracional. Usó los mismos argumentos que había escuchado de Killian y sus hombres: no tenía maná, no era una guerrera y mi muerte sería inevitable si seguía adelante con esta locura. Por un momento, pensé en confesarle la verdadera razón de mi partida, pero rápidamente descarté la idea. Cuantas menos personas supieran la verdad, menos peligro corrían.
Cuando estábamos a un kilómetro de la mansión DiAngelus, Carla se derrumbó en lágrimas. Sus intentos por hacerme cambiar de opinión habían fracasado, y para ella, mi destino estaba sellado. Creía que no regresaría con vida de este viaje. Sin embargo, al llegar frente a la casa, sus sollozos cesaron abruptamente.
—¡¿Por qué hace esto?! ¡¿A quién en su sano juicio se le ocurriría algo así?! —Se apartó de mí con brusquedad. Durante el trayecto había tratado de consolarla abrazándola, pero ahora me rechazaba con furia contenida.
—No puedo decirte nada más.
—¿Tiene algo que ver con ese hombre? ¿De verdad se ha enamorado tanto como para seguirlo a una muerte segura? —Puso sus manos sobre mis hombros, obligándome a mirarla a los ojos. Su desesperación era palpable.
—Te estás…
—De ser así, no intentaré detenerla —me interrumpió, para mi sorpresa.
—¿Cómo dices?
—Si realmente se ha enamorado de ese hombre, entonces la apoyaré. —Apretó mis manos entre las suyas y me dedicó una sonrisa teñida de tristeza—. Pasaré las noches en vela y lloraré por usted cada mañana, pero también seré feliz al saber que lo es.
¿Qué podía decirle? ¿Era prudente romperle sus ilusiones?
—Escucha…
—¡No diga nada, señorita! Ahora lo entiendo todo. Por eso terminó su compromiso con el príncipe. Se ha enamorado del soldado al que fue a buscar, y juntos escaparán del malvado Edward. —Alzó el mentón con aire triunfal. No pude evitar arquear una ceja. Definitivamente, Carla debería dedicarse a escribir novelas.
—De acuerdo, tienes razón. Prometí no decir nada, pero supongo que no puedo engañar a alguien tan perspicaz como tú. —¿Quién era yo para destruir su fantasía? Además, si esto la tranquilizaba, tendría menos problemas para marcharme.
—¡Exactamente! Mi lady, hay un problema, ¿no? ¿Qué hará con la señora?
—De eso me ocupo yo. Voy a necesitar que prepares mis cosas para el alba. Killian vendrá a buscarme muy temprano.
—¡Enseguida! No estoy muy segura de qué empacar para su viaje, pero haré lo mejor que pueda.
Carla bajó del carruaje a toda prisa y desapareció por la puerta de servicio. Yo, en cambio, respiré hondo antes de descender con calma. Caminé hacia la entrada principal, preguntándome si Edda se interpondría en mi camino. Al final, ya no importaba. ¡Al día siguiente sería libre!
Entré en la mansión y me dirigí al sótano, con la esperanza de que esa fuera mi última noche en aquel lugar repleto de recuerdos dolorosos. Hasta ese momento, todo había tomado un rumbo diferente al de mi vida pasada, lo que me llenaba de esperanza. Tal vez esta vez las cosas serían distintas.
—¿Aramelia? —La voz cortante de mi madrastra me detuvo en seco, erizándome la piel—. ¿Qué haces aquí vestida así? ¿No deberías estar trabajando?
Su tono gélido me obligó a girarme para enfrentarla.
—Fui al mercado con Carla. ¿Pretende que el resto de Gada se pregunte por qué una duquesa viste como una plebeya? —Las palabras escaparon de mis labios antes de que pudiera detenerlas, y en cuanto lo hice, me congelé. Al girar, mi cuerpo se tensó al verlo. Solo su presencia bastaba para revolverme el estómago.
—¡Vaya, no esperaba encontrarme con la hermosa Aramelia esta mañana! —Cirino Weisthon, el marqués de Weisthon para la nobleza, habló con una sonrisa torcida que me puso los nervios de punta.
Vestido con ropa impecable y el cabello peinado hacia atrás, Cirino lucía como un caballero honorable. Sin embargo, esa fachada ocultaba la verdad. Era una cucaracha repugnante, un tirano sin escrúpulos y carente de empatía. Sus ojos oscuros, al posar sobre alguien, provocaban una sensación de incomodidad y rechazo. Su sonrisa torcida era la personificación de sus oscuras perversiones, mientras que las arrugas en su piel parecían guardar historias que podrían atormentar incluso al más valiente.
#437 en Fantasía
#2229 en Novela romántica
magia antigua magia elemental, magia, magia aventura dragones
Editado: 11.01.2025