La leyenda del dios dragón

CAPÍTULO 7: ஐ SANGRE, TRAICIÓN Y FUEGO ஐ

──── Killian ────

Había entrado a la carpa donde Arami dormía profundamente. Me sorprendía cómo aquella noble podía descansar tan plácidamente en medio de la nada, con el peligro acechando en cada rincón. La observé con atención: su melena anaranjada, tan característica de la sangre que corría por sus venas, estaba desparramada sobre la almohada como un halo de fuego.

—¿Cómo puede darle todo igual? —murmuré en voz baja, cuidando de no despertarla.

Me acerqué despacio, con pasos ligeros que apenas rozaban el suelo. Al llegar junto a ella, una leve sonrisa se dibujó en mi rostro. Arami lucía tranquila, serena, como si nada en el exterior pudiera afectarla. Parecía una niña agotada tras un largo día de juegos, una imagen que me evocó recuerdos lejanos de nuestra primera reunión, años atrás, en la boda del duque con su segunda esposa.

—Nunca imaginé que nos volveríamos a encontrar… y menos así. —Me agaché, acercándome más a ella—. ¿Una enviada del Dios Dragón que ve el futuro? Siempre supe que eras especial, pero nunca hasta este punto. —Una vez más, la sombra de una sonrisa cruzó mi rostro.

Sin embargo, algo en mi interior se agitó repentinamente. Una presión fuerte, casi sofocante, recorrió mi pecho, haciéndome temblar. Algo no estaba bien. Mi instinto me alertaba de que el peligro acechaba.

Apreté los puños, quedándome inmóvil mientras intentaba identificar qué podía estar mal. El silencio era absoluto, demasiado absoluto. En medio de la naturaleza, la ausencia de cualquier ruido resultaba inquietante. No se escuchaba el canto de las aves, el murmullo del viento ni el crujido de hojas bajo alguna criatura. Aquella quietud me erizó la piel.

Concentré todos mis sentidos, buscando en las sombras de la tienda algún indicio de lo que estaba ocurriendo, sin separarme de la pequeña duquesa. Poseía un don que pocos podían igualar: la capacidad de percibir lo que otros no podían. Ni siquiera los arcanos llegaban a ese nivel. Mi oído era tan agudo que podía captar el vuelo de una mariposa a kilómetros de distancia, pero requería un esfuerzo mental y físico que no siempre podía sostener. Aquel momento de calma, aunque inquietante, era ideal para enfocar esa habilidad.

El aire se sentía denso, cargado. Algo estaba por suceder.

Cerré los ojos, abandonando todos mis sentidos excepto el oído. Concentré toda mi atención en captar los sonidos del campamento. Durante unos segundos, me sumergí en los leves susurros y ronquidos que, para cualquiera más, habrían sido imperceptibles.

Entonces lo sentí. Ahí estaba, el origen de mi inquietud: alguien se movía con rapidez y sigilo en la penumbra de la noche. Apenas se percibían sus pisadas sobre la nieve. Solo alguien entrenado, como un espía del reino de Lutheris, podía desplazarse de ese modo.

Lutheris siempre había tenido la fama de contar con los mejores espías de todo Jakar, nuestro continente. Cualquiera podría ser uno de ellos: un rostro conocido, un amigo de años… Nadie estaba a salvo de su infiltración. Ahora, uno de ellos estaba aquí, en nuestro campamento, y se acercaba peligrosamente a la tienda. Permanecí inmóvil, aguardando.

Afiné mis sentidos, cada músculo en tensión, mientras llevaba la mano a la empuñadura de mi espada. Seguí cada uno de los movimientos del intruso, como si estuviera a mi lado. Mis ojos se desviaron hacia Arami por un instante. Ella seguía dormida, completamente ajena al peligro que se cernía sobre nosotros. Con un movimiento preciso y silencioso, desenvainé mi espada y atravesé la tela de la tienda con un golpe certero.

Dos sonidos rompieron el silencio: un grito ahogado y el golpe seco de un cuerpo cayendo sobre la nieve. Me incliné para observar a través del agujero que había creado. Ahí estaba: el espía, vestido completamente de negro, yacía muerto en un charco de sangre.

Guardé mi espada y volví a mirar a Arami. Sorprendentemente, seguía durmiendo plácidamente, ajena al caos.

—Impresionante —murmuré para mí mismo, incapaz de contener cierta incredulidad.

Sin perder tiempo, salí de la tienda. Mis oídos habían captado más que al hombre caído: había un grupo enemigo oculto en las sombras, esperando el momento de atacar. No había tiempo que perder. Tenía que dar la alarma.

Corrí hacia el centro del campamento, donde una columna con una campana se alzaba bajo la luz de la luna. Tomé la cuerda con fuerza y la hice sonar repetidamente. Al tercer tañido, las carpas comenzaron a agitarse y los soldados salieron de sus tiendas, aún desorientados.

—¡Hermano! —Evan llegó corriendo hacia mí, seguido de Hanae y Galo —. ¿Esto es un simulacro?

—Por desgracia, no. Acabo de matar a un espía de Lutheris, y estoy seguro de que nos atacarán pronto. La campana los habrá confundido, pero no tardarán en reagruparse —expliqué con seriedad.

Munir y el trío de soldados llegaron justo en ese momento.

—¿Qué? ¿Nos van a atacar? —preguntó Gus, visiblemente alarmado.

—Lady Arami tenía razón… —murmuró Kuqui, como si confirmara algo que ya sospechaba.

—Necesito que todos os preparéis de inmediato —ordené con firmeza —. También quiero guardias vigilando mi tienda para proteger a Arami.




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