La Leyenda del Dios Dragón

CAPÍTULO 9: ஐ BAILANDO CON MONSTRUOS ஐ

¡Hola! La semana pasada no pude actualizar porque estuve enferma, pero estoy de vuelta.

──── Killian ────

Antes de cruzar las puertas del castillo, impartí las últimas órdenes. Arami y su amiga serían llevadas a una habitación segura, lejos del bullicio, donde pudieran descansar sin interrupciones. Galo, Munir y Hanae regresarían a sus hogares, y el trío se dispersaría para evitar entorpecer el ambiente. Necesitaba un momento de respiro, un instante para sentir la paz de mi hogar después de días de guerra, muerte y sangre derramada.

Con cada paso por los pasillos del castillo, el eco de mis botas resonaba con un peso casi solemne, acompasado por los latidos de mi corazón, que palpitaba con la impaciencia de reencontrarme con mi familia. Las paredes de piedra, testigos de incontables generaciones, se erguían inmutables a mi alrededor, como si quisieran recordarme todo lo que había dejado atrás. El cansancio pesaba en mis hombros, pero la emoción me impulsaba a seguir adelante. Visualicé sus rostros, la espera silenciosa, las emociones contenidas. Eran mi refugio, incluso cuando el tiempo y la distancia parecían haber alzado un muro entre nosotros.

Cuando llegué ante las imponentes puertas de la sala del trono, inhalé hondo y empujé con firmeza. La madera cedió con un crujido profundo, y en cuanto crucé el umbral, unos brazos me envolvieron con desesperación.

Marie fue la primera en alcanzarme. Su abrazo fue un torrente de alivio, una súplica muda que me pedía sin palabras que no volviera a irme, que no volviera a poner mi vida en riesgo. No me había dado la vida, pero la suya giraba a mi alrededor. Y para mí, siempre sería mi madre.

—Tranquila, madre. Ya estoy en casa. —Mi voz fue un susurro entre el torbellino de emociones que nos envolvía.

Se apartó lo suficiente para examinarme, su mirada recorrió mi rostro con ansia, buscando cualquier rastro de herida, cualquier indicio de que no estaba bien. Sabía que me amaba como a Evan, como a su propio hijo. Lo veía en la desesperación de su abrazo, en la forma en que sus manos temblaban al tocarme.

—¡Estás bien! —exclamó con un respiro entrecortado.

—Te lo dije. —Le sonreí con suavidad.

Su alivio se desmoronó en un instante. Su mirada recorrió la sala con inquietud, y supe en quién estaba pensando.

—¿Y Evan?

—Está bien. —La sujeté por los hombros antes de que la angustia volviera a apoderarse de ella—. Fue herido en la pierna, pero no es grave. Los galenos ya lo están atendiendo. No lo dejamos caminar en todo el viaje para evitar complicaciones.

—¿Seguro que está bien?

—Puedes ir a verlo en cuanto terminen con él. Déjalos trabajar con calma. —Asintió, aunque sus ojos reflejaban la impaciencia de una madre preocupada.

Apenas se apartó, mi hermana menor se precipitó hacia mí, sujetándome con fuerza.

—¡Gracias a Dios que has regresado con bien!

—Por supuesto. ¿Qué esperabas? Soy un hueso duro de roer. —Soltó una risa ahogada y se apartó con una expresión de alivio—. Iremos a ver a Evan en cuanto podamos.

Su mirada se desvió entonces hacia el fondo de la sala, donde Edward permanecía inmóvil. Con los brazos cruzados y el ceño apenas fruncido, su expresión oscilaba entre la reserva y el desdén.

—¿No piensas saludar a tu hermano? —le preguntó ella con una nota de reproche.

Edward sostuvo mi mirada por un instante antes de esbozar una leve sonrisa que carecía de calidez.

—Hermano… —pronunció con un deje de indiferencia.

—¿Se puede saber qué te pasa? —Areth lo regañó con dureza.

Edward ignoró a la princesa y caminó directo hacia mí, su mirada ardiendo de resentimiento. Se detuvo a solo unos centímetros, con los puños cerrados y la respiración agitada.

—¡Traidor! —espetó con rabia. Lo observé sin inmutarme.

—¿A qué viene eso?

—¡Te la llevaste! —gritó, su furia desbordándose—. ¡Te llevaste a mi prometida a la jodida guerra!

—Arami me lo pidió. Es adulta, puede tomar sus propias decisiones.

—¡No es una arcana ni una guerrera! ¡Pudo morir!

—No lo hizo. Volvió de una pieza.

—¡Es mi prometida! —Su voz se elevó aún más, pero no retrocedí.

—¿Y por eso debe hacer lo que tú quieras? —repliqué con frialdad—. No es una doncella sumisa. Por sus venas corre la sangre de los arcanos y de una santa. No está hecha para quedarse en un trono. Además… ya no es tu prometida. ¿Se te olvidó?

Edward perdió el control. Con un grito de furia, lanzó un puñetazo, mas lo esquivé con facilidad y fui yo quien le devolvió el golpe.

—¡Killian! —gritó la reina, alarmada.

—Vas a pagar por esto… ¡Soy tu futuro rey!

—Solo porque yo así lo decidí.

Intentó atacarme de nuevo, pero antes de que pudiera acercarse, Bagrast lo sujetó con firmeza.

—¡Suéltame! —bramó, forcejeando sin éxito—. ¡Suelta a tu futuro rey, salvaje!




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