La Leyenda del Dios Dragón

CAPÍTULO 10: ஐ TELARAÑA ஐ

El viento seguía arremolinándose a mi alrededor, agitando las telas de mi vestido mientras la inmensidad de Valerian flotaba frente a mí, majestuosa e imponente. Sus alas batían con la fuerza suficiente para hacer temblar el aire, pero sus ojos… sus ojos eran lo único que veía.

Un lazo invisible nos unía en ese momento, un vínculo que no entendía, pero que sentía con una claridad abrumadora. No era miedo lo que me atravesaba. No era duda. Era algo más, algo más grande que el tiempo, más profundo que el simple reconocimiento. Ella había venido por mí.

Di un paso adelante, aferrándome a la barandilla con la necesidad de tocar lo inalcanzable. No sé qué habría hecho si alguien no hubiera roto el silencio con mi nombre.

—Arami…

La voz de Killian me sacudió como una ráfaga helada. Me giré apenas, encontrándome con su silueta en la penumbra de la terraza. Sus ojos no estaban en mí, estaban en Valerian.

Todo su cuerpo estaba tenso, su mandíbula apretada y sus manos cerradas en puños a los lados. Su pecho subía y bajaba lentamente, como si intentara contener algo. No era miedo. No era duda. Era otra cosa, algo que ni siquiera él podía explicar y que tampoco intentaba ocultar.

Su respiración se hizo audible, y por un instante, creí que iba a decir algo. Pero entonces, otro sonido rompió la quietud de la noche.

—¡Valerian!

La voz de Emeric resonó con incredulidad. La reacción de la dragona fue inmediata. Un rugido profundo estalló en la noche, retumbando en las paredes del castillo, en el suelo bajo nuestros pies, en el aire mismo que nos rodeaba. No era un rugido de furia, sino de advertencia.

Un escalofrío me recorrió la espalda cuando sus alas se extendieron aún más y, con un solo batir, ascendió con una potencia impresionante. El viento levantó mi falda y desordenó aún más mi cabello, pero no aparté la mirada.

La vi elevarse, alejándose poco a poco hasta que su silueta roja se convirtió en una sombra sobre el firmamento estrellado. No aparté la vista de ella porque sabía que volvería.

De pronto, unas manos fuertes me sujetaron por los hombros y me voltearon bruscamente. Era Emeric. No me había fijado en su presencia hasta que apareció con el rostro desencajado.

—¿La llamaste? —gritó mientras me sacudía.

—¡No! ¡Solo apareció!

—¡Mientes!

—¡Basta! —Killian lo apartó de un empujón, interponiéndose entre nosotros—. ¡No la toques!

Mi abuelo chocó contra la barandilla del balcón y bajó la vista al suelo. Su expresión se endureció un instante antes de relajarse, como si acabara de darse cuenta del error que había cometido. Nunca perdía el control, nunca dejaba entrever sus emociones en público. Pero esta vez, su propia furia lo había traicionado. Killian y yo lo observamos en silencio, esperando su reacción.

—Mis disculpas, lady DiAngelus.

Bajó la cabeza en un gesto rígido, sin mirarme directamente. Luego, sin añadir nada más, se giró y abandonó la terraza con pasos apresurados, perdiéndose entre los invitados, que lo siguieron con miradas curiosas y murmullos contenidos.

—¿Estás bien? —Killian se acercó, escrutando mi rostro en busca de algún rastro de angustia.

—Me tomó por sorpresa, nada más. —Aún no sabía cómo sentirme después de haberlo visto así… vulnerable.

—¿Y lo de Edward? ¿Cómo te sientes? —preguntó en un tono más bajo.

Solté un suspiro y lo miré.

—Extrañamente bien por haberlo puesto en su lugar, aunque dolida por lo que hizo. ¿Cómo pudo mentir así delante de toda la nobleza?

—Debiste dejar que lo golpeara. —Sonrió con picardía—. Aunque admito que lo tuyo fue un golpe mucho más certero. —No pude evitar devolverle una media sonrisa —. Volvamos a la fiesta. Es tu noche, Arami. —Hizo un gesto elegante con la mano, indicándome que pasara primero.

Antes de cruzar las puertas, lancé una última mirada al cielo nocturno. No había señales de Valerian.

—¿Por qué habrá venido?

—Ni idea. Deberíamos hablar con Galo. Cuando la dragona se acercó a ti en la batalla, él parecía saber algo. —Asentí ante su sugerencia.

—Vaya, vaya… —murmuró Killian con diversión—. Parece que nuestros hermanos han desaparecido. —Eché un vistazo rápido por la sala. Ni Alexis ni Edward estaban por ningún lado —. Mejor. Así podremos divertirnos.

Apenas puse un pie en el salón, lo sentí. El aire estaba cargado de murmullos. No eran risas ni conversaciones triviales, sino un murmullo constante, como un enjambre de susurros venenosos. Lo noté antes de escucharlo con claridad.

Los abanicos de las damas se agitaban con más frecuencia, pero no para aliviar el calor, sino para disimular el movimiento de sus labios al pronunciar mi nombre en voz baja. Los caballeros intercambiaban miradas cargadas de insinuaciones veladas, inclinándose levemente para compartir comentarios que no llegaban hasta mis oídos, pero que no necesitaba escuchar. Sabía exactamente de qué hablaban.

Edward y el escándalo que había provocado al desafiarlo frente a toda la nobleza. Cómo me había atrevido a humillarlo en público, a hablar con una autoridad que ninguna mujer noble debería tener.




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