✧──── Killian ────✧
El aire de la ciudad seguía impregnado de humo, drida y humedad cuando cruzamos las puertas del Caminante. Gus, Perhos y Kuqui venían detrás de mí, intercambiando palabras sueltas, arrastrando el cansancio de un día interminable. El bullicio de la taberna era el habitual: risas roncas, jarras golpeando mesas y el grito aislado de algún borracho que se perdía entre las notas desafinadas de una vieja tonada.
Empujé la puerta de madera y el calor del interior nos envolvió de inmediato. El olor a leña quemada y guiso rancio se pegó a la ropa, arrancándome una mueca. Gus se adelantó, despreocupado, y se dejó caer en una mesa vacía. Perhos lo siguió enseguida, resoplando como si la taberna fuera su segunda casa, mientras Kuqui se mantenía cerca de mí, con la mirada alerta, escaneando cada rincón como si esperara un problema oculto en la penumbra.
Ignoré los rostros de siempre. Nadie nos prestó atención; solo éramos otro grupo más de soldados dispuestos a gastarse las últimas monedas.
—Voy arriba —murmuré. Gus alzó la mano sin despegar la mirada de la jarra, y Perhos ya pedía otra antes de que terminara de hablar.
Me dirigía a las escaleras cuando Esmeralda emergió desde detrás de la barra, limpiándose las manos con un trapo, y me cortó el paso. Su expresión, una mezcla de dureza y sorna, me obligó a detenerme.
—¿Dónde está Arami? —preguntó, arqueando una ceja. Su tono era neutro, pero la mirada cargaba con una exigencia que me caló hasta los huesos.
—¿Arami? —Hice una pausa—. ¿No está en su habitación? —La confusión de Esmeralda encendió todas mis alarmas—. ¿Esmeralda?
—No lo entiendo. Creí que estaba contigo.
—¿Qué estás diciendo? —Me apoyé en el pasamanos mientras un nudo se formaba en el estómago.
—Salió hace un rato. Supuse que estaría contigo por la carta —añadió, alzando ambas cejas—. La carta que le dejaste.
—No le he dejado ninguna carta —repliqué, tenso. Ella negó lentamente.
—Los chicos de la barra me la dieron, decían que era tuya. Se la entregué en mano, y poco después se fue. Pensé que iba a buscarte.
Mi mente encendió todas las alertas. No había escrito ninguna nota para Arami. Los de la barra me conocían, sabían reconocer mis órdenes. Esto no era un malentendido. Era una trampa.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Arami jamás habría salido de noche sola, no sin saber que yo estaba cerca. ¿Quién le había dado la carta? ¿Desde cuándo estaba planeado?
Mis dientes se apretaron mientras repasaba cada detalle. Los hombres del Caminante conocían mi forma de actuar. Nadie cometería un error así, salvo que alguien lo hubiera dispuesto todo con cuidado.
El sudor frío me empapó la nuca. Esto no era una casualidad. Era una emboscada. Mis puños se cerraron mientras el pulso me martillaba las sienes.
—¿Killian? —insistió Esmeralda.
No respondí. Crucé la sala a grandes zancadas hasta la barra. Gus, Perhos y Kuqui captaron de inmediato la gravedad en mi expresión y abandonaron la partida de dados para acercarse sin dudar.
—¡Vosotros! —me dirigí a los dos trabajadores—. Esmeralda me ha dicho que os entregué una nota para la pelirroja que se queda aquí. —Se miraron entre ellos, nerviosos.
—No fue usted directamente, general —respondió uno—. Uno de sus hombres nos dijo que le hiciéramos llegar a la señorita DiAngelus esa carta. Dijo que era una orden suya. Después, yo mismo se la pasé a Esmeralda.
Un nudo se formó en mi estómago y el pecho se me encogió con una presión que no recordaba desde hacía años. No dejé que se notara. No podía. Mi rostro seguía imperturbable, aunque por dentro las alarmas resonaban con fuerza. Me quedé inmóvil, la mandíbula tensa, los labios apretados en una línea dura. Solo mis ojos, oscuros y fríos, se deslizaron con lentitud hacia ellos. Gus, Perhos y Kuqui. Los observé en silencio, mientras la angustia me golpeaba por dentro como una bestia encerrada. ¿Fueron ellos? ¿Quién de los tres? Sentí la ira crecer bajo la piel, pero la contuve. Mi respiración seguía medida, cada músculo bajo el abrigo preparado, cada fibra lista para actuar. No podía perder el control... aún no. Por fuera seguía siendo el general. El hombre calculador. Por dentro, una única palabra me atravesaba sin tregua: Arami.
—¡Nosotros no sabemos nada! —saltó Gus al instante, levantando las manos. Perhos y Kuqui le imitaron, negando con la cabeza, desconcertados.
Seguían bajo mi mirada, que ya no solo analizaba: exigía respuestas.
—No, ellos no fueron —intervino el hombre con el que hablaba—. Era un soldado. Cabello castaño, ojos del mismo color... Nada fuera de lo normal. Usaba el uniforme de su batallón, general.
—¡Mierda! —Golpeé la barra con el puño—. ¡Chicos! —El trío se puso en guardia—. Arami está desaparecida. Creo que le han tendido una trampa.
—¡Un momento! —Perhos salió disparado de la taberna y volvió al poco, jadeando—. Macarena no está. Arami debe haberse ido en ella.
—Esa chica... —mascullé.
—¿Y ahora qué? Gada es enorme y podría estar en cualquier parte —dijo Kuqui.
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Editado: 26.08.2025