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Los ojos dorados de la niña seguían fijos en los míos cuando un golpe seco me arrancó de la visión. Parpadeé. Otro impacto, esta vez más fuerte, seguido por uno más rápido y apremiante. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y, al volver en mí, la nieve, el viento, los dragones y aquella niña con escamas se habían desvanecido. Solo quedaba la luz tenue de la mañana colándose por la ventana, el calor familiar de la habitación en el Caminante… y yo, de pie en medio del cuarto, jadeando, desorientada.
Miré mis manos: temblaban. Sentía la piel helada, aunque la habitación estaba cálida. Había sido tan real…
Otro golpe en la puerta me hizo sobresaltarme.
—Voy… —susurré, apenas con voz.
Avancé lentamente, aún tambaleante, temiendo que al tocar el pomo la visión se repitiera. Que al abrir la puerta me encontrara de nuevo atrapada entre la nieve y los tambores, que aquella niña me esperara al otro lado. Tomé aire y abrí.
Frente a mí, enmarcada por el umbral del pasillo, una mujer de presencia imponente me observaba en silencio.
Llevaba un vestido largo, de un morado profundo que rozaba el suelo, cubierto por una túnica negra de tejidos pesados que le conferían un aire austero. Su cabello, largo y de un naranja encendido, caía en ondas suaves sobre los hombros. Lo más llamativo era la máscara de madera finamente tallada que le cubría la mitad izquierda del rostro, dejando solo un ojo visible.
No necesitaba presentación. Aunque nunca la había visto en persona, sabía perfectamente quién era. La consejera real Imara. Su sola presencia bastaba para llenar el espacio. Imponente, segura de sí misma, envuelta en un aura de misterio que me erizó la piel.
—Tú… —murmuré sin poder evitarlo.
—Buenos días, Arami. Soy Imara, consejera de Su Majestad. ¿Me permites pasar? Vengo en su nombre.
—Por supuesto.
Me aparté rápidamente, aún temblorosa por la visión, y la dejé entrar.
Imara cruzó el umbral con la gracia de una reina, como si el Caminante fuese su propio salón. Caminaba con paso firme y silencioso, la espalda recta y el mentón en alto. Cada movimiento suyo parecía medido, exacto, casi ensayado.
Su único ojo visible recorrió la habitación con una mirada aguda, casi clínica. Observó cada rincón, cada detalle, como si evaluara silenciosamente la limpieza, los muebles, incluso el aire. A mí me estudiaba como si intentara descifrarme.
Finalmente, se volvió hacia mí con una serenidad que no sabía si era cortesía… o amenaza.
—¿Puedo saber por qué te estás quedando en este lugar de mala muerte? —preguntó con una suavidad que contrastaba con sus palabras—. En el palacio estaríamos encantados de acogerte.
—Estoy bien, gracias.
La observé con atención. Siempre había sentido curiosidad por ella. Incluso cuando estuve comprometida con Edward, jamás llegué a conocerla. Me habían dicho que Imara era reservada y que rara vez asistía a eventos públicos. Ni siquiera se presentó al compromiso de Edward y Alexis en mi otra vida. Nunca la había visto, aunque su reputación como sanadora y experta en venenos era legendaria. Y, desde luego, no era común encontrar a alguien con una presencia tan peculiar.
Una vez le pregunté a Edward por la máscara. Me explicó que ocultaba una terrible quemadura. Había sido traicionada por alguien cercano y, desde entonces, había abandonado su tierra natal en otro continente. No sabía más. Al parecer, Imara no hablaba de su doloroso pasado.
—¿En qué puedo ayudarte? —le pregunté, desconcertada por su presencia allí—. ¿Por qué te envía el rey? —Imara jamás se había presentado ante mí. ¿Por qué ahora?
—Vengo en nombre de la familia real a ofrecer una disculpa por lo ocurrido en el baile. El príncipe fue reprendido por su falta de educación. Te ruego que no juzgues a toda la familia por las acciones de uno de sus miembros. —Asentí con serenidad.
—Agradezco las disculpas. Puedes decirle a Su Majestad que no los meto a todos en el mismo saco.
—Perfecto. Le alegrará saberlo. —Y cuando creí que nuestra conversación había terminado, Imara habló de nuevo: —Siempre he querido conocerte.
—¿A mí? —Arqueé una ceja—. ¿Por qué?
—Porque eres la hija de la Santa Aurora. —Evité poner los ojos en blanco—. Y porque tú y yo somos iguales.
—No entiendo…
—Soy como tú. Supongo que por mis rasgos ya habrás deducido que soy una arcana, ¿verdad?
—Cabello pelirrojo, ojos verdes… no eres especialmente alta, a diferencia de la mayoría.
—Soy mestiza, igual que tú. —Asentí, comprendiendo—. También tuve una vida difícil. —Su mirada recorrió la habitación con atención antes de continuar —. Soy hija de una arcana y de un hombre común. Mi madre murió al darme a luz y fue mi padre quien me crió. Los arcanos me despreciaban, y mi familia materna me desterró sin más. —Tocó con suavidad la máscara que cubría su rostro—. Esto fue obra de alguien a quien amaba… una traición. —Un escalofrío me recorrió la espalda—. Por desgracia para él, sobreviví… y me marché a este continente.
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Editado: 26.08.2025