La Leyenda del Dios Dragón

CAPÍTULO 14: ஐ BRUJOS ஐ

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Flashback

La brisa de la tarde agitaba los rosales, arrancando pequeños pétalos que danzaban en el aire antes de caer sobre la hierba. El jardín de la mansión DiAngelus estaba en silencio, casi desierto, salvo por los murmullos de las hojas y el lejano rumor de la fuente central. Me senté en el borde de un banco de piedra, moviendo los dedos sobre la falda de mi vestido mientras escaneaba cada rincón con la mirada. ¿Dónde estaba?

Carla me había asegurado que Edward vendría. Que me estaba buscando, que quería hablar conmigo. Que había preguntado por mí apenas llegar a la mansión. Sin embargo, el tiempo pasaba y lo único que me acompañaba era la incertidumbre.

El nudo en mi estómago se apretaba con cada minuto. Desde que Alexis había vuelto, todo había cambiado. Sentía que algo invisible, grande y oscuro, se había alzado entre nosotros, aunque me negara a admitirlo.

Sacudí la cabeza para espantar esos pensamientos justo cuando una figura apareció a lo lejos, cruzando el sendero entre los setos. Mi corazón dio un vuelco. Me puse de pie de inmediato.

—¡Edward! —grité, aliviada. Corrí hacia él y lo abracé sin pensarlo, dejando que todo el miedo y la espera se disiparan en ese gesto impulsivo. Pero cuando no sentí sus brazos rodearme, cuando su cuerpo permaneció rígido e inmóvil, me aparté un poco, confundida. Lo miré a los ojos y un escalofrío me recorrió la espalda al encontrarme con su expresión distante, fría, tan ajena a la que conocía —. Te estuve esperando ayer —murmuré, insegura. Él no respondió. Di un paso atrás, helada por dentro —. ¿Qué te pasa? —pregunté, apenas en un susurro.

—Tenemos que hablar —dijo Edward, y su voz cayó como una piedra en el lago en calma que había sido mi esperanza.

El aire se volvió denso de golpe. Tragué saliva y, como si fuera un reflejo, caminamos en silencio hacia uno de los bancos de piedra del jardín. Nos sentamos, separados por una distancia que dolía más que cualquier palabra. La fuente seguía murmurando a lo lejos, ajena a la tormenta que se cernía sobre nosotros.

Bajé la mirada a mis manos, entrelazadas con fuerza sobre mi regazo. Sentía la piedra fría bajo mis muslos, el leve temblor de mis rodillas, el pulso desbocado en mis sienes. Todo a nuestro alrededor parecía suspenderse. Solo existíamos él, yo… y el abismo que de pronto se abría entre los dos.

—Arami, no puedo seguir con este compromiso —dijo al fin, rompiendo la fina cuerda de tensión que nos ataba.

Y con esas palabras, el mundo que había tratado de construir se vino abajo, silenciosamente, como un castillo de arena arrasado por la marea.

—¿Qué? —Mi corazón se detuvo un segundo y luego empezó a latir desbocado—. ¿Es una broma?

—No. Ya no me casaré contigo.

—¡¿Te has vuelto loco?! ¡Estamos a días de la boda! —Me puse en pie, con un dolor angustiante apretándome el pecho.

—Ya, ya... —Se pasó una mano por el cabello, irritado—. He tenido que lidiar con el escándalo de mi padre por esto, así que no empieces tú también.

—¡¿Disculpa?! —¿Cómo osaba hablarme así?

—¡No me levantes la voz! —espetó. Me mordí el labio para no gritar—. Sé que es difícil para ti, pero se acabó. No eres la mujer con quien quiero pasar el resto de mi vida.

—No entiendo... —Bajé la mirada, conteniendo las lágrimas.

—¿Qué no entiendes? No es tan complicado. No te amo.

Sus palabras cayeron como cuchillas, cada una cortando más profundo que la anterior. Sentí cómo el calor se me escapaba del cuerpo, cómo todo a mi alrededor se desdibujaba en una niebla espesa. El banco bajo mí desapareció y solo quedó el vacío.

No sabía si respirar o llorar. Solo sabía que el dolor era tan brutal, tan absoluto, que apenas podía mantenerme en pie.

Las manos me temblaban. Quise decir algo, cualquier cosa que detuviera esa escena, que borrara esas palabras. Pero lo único que salió fue un susurro quebrado:

—Dijiste... dijiste que me amabas hace unos días.

Y al decirlo, supe que ya no importaba. Todo lo que alguna vez tuvimos había muerto en ese instante.

—Lo siento. Me equivoqué. —Lo miré, incapaz de creerlo.

—¡¿Te equivocaste?! ¡¿Crees que es como comprarte una de tus coronas, Edward?!

—¡No levantes la voz a tu futuro rey! —El desprecio en su tono me hizo retroceder—. Deja de hacer escándalo. Te dejo y ya está.

—¿Cómo has cambiado de la noche a la mañana?

—Porque me he dado cuenta de que estoy enamorado de otra mujer. Es más bonita y culta que tú. —Jadeé, sintiendo cómo el suelo desaparecía bajo mis pies.

—¿Quién es? —pregunté, aunque sabía que no debía hacerlo.

—Alexis, tu hermana menor.

Me llevé una mano al pecho, como si pudiera sostener el dolor brutal que me atravesaba.

—¡Es mi hermana! —chillé entre lágrimas.




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