La Leyenda del Dios Dragón

CAPÍTULO 22: ஐ LOS SANTOS PARTE 1 ஐ

¡Hola! Por fin os traigo el capítulo 22. Dije que lo iba a subir ayer, pero fue imposible. Os lo subo hoy jueves. Voy a intentar subir el 23 el sábado para luego seguir con la trama normal en el capítulo 24. Estaría subiendo el 24 el lunes, seguramente.

Gracias por vuestra paciencia hasta ahora con el retraso de los capítulos. ¡Ya me queda menos con los exmenes!

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Solo habían pasado un par de minutos cuando sentí una sacudida extraña, como si mi cuerpo entero se estremeciera desde el alma. Al abrir los ojos, ya no estaba junto a Reiki ni ante el rugido de la muerte de un santo. Estaba en otro lugar. El aire era pesado, denso, con un olor a podredumbre que se colaba por mi nariz y me helaba la sangre. Parpadeé con fuerza, tratando de adaptarme al entorno. Era Gada, o al menos lo que quedaba de ella.

Las calles estaban cubiertas de barro seco y manchas oscuras que no quería identificar. Había montones de telas sucias apiladas en los rincones, y de algunas asomaban brazos o pies huesudos, ya sin fuerzas para moverse. No se oían voces ni gritos. Solo un silencio quebrado por los sonidos del hambre y la muerte que avanzaban despacio, implacables. Todo era gris. No por la lluvia ni la niebla, sino por la desesperanza. Las casas, antes llenas de vida, eran ahora esqueletos de piedra. La plaza, que siempre recordé bulliciosa, estaba vacía, cubierta de cuerpos y moscas. Ni los cuervos se atrevían a posarse.

Sentí que algo me apretaba el brazo. Era yo misma. Me aferraba con fuerza al brazo de Galo, que observaba el paisaje con expresión helada.

—¿Qué está pasando? —pregunté con un hilo de voz.

—Debe de ser la Época Negra. La gran hambruna del 197. Terminó en el 201 gracias a San Peter. No sé el año exacto, pero seguro estamos en medio de eso.

Eso era lo que sentía: dolor, rabia e impotencia. Alcé la vista y vi a una mujer arrastrando a un niño muerto por el brazo como si solo llevara un saco vacío. No lo miraba, no lloraba, solo avanzaba como si ya no quedara nada dentro de ella.

—¿Cómo pudo llegar todo a esto? —susurré.

—Nadie lo sabe con certeza. Las cosechas comenzaron a pudrirse de un día para otro. Lloviera o hiciera sol, todo moría. La comida se estropeaba y hasta el agua enfermaba. Para el año 200, varias especies se habían extinguido. Millones murieron.

Miré la plaza central. O lo que quedaba de ella. Un escalofrío me recorrió la espalda. Reconocía aquel lugar por la fuente derruida del centro. Era inconfundible.

—Estamos en el 200. Esto ya es el colapso.

Galo asintió en silencio.

Y entonces lo vimos. Un hombre caminaba por la calle, descalzo, con la ropa desgastada, el cabello enmarañado y naranja como el fuego viejo. Era un arcano. Lo supe por el leve resplandor verde en sus ojos… y porque, a pesar de la miseria, no estaba tan delgado como los demás.

Lo seguimos con la mirada, sin decir palabra. El hombre se internó en un callejón estrecho que parecía una herida abierta entre los muros. El suelo allí estaba más limpio, como si alguien lo hubiera cuidado. En el fondo, se arrodilló entre mantas viejas, encendió una pequeña hoguera y se quedó quieto.

—Es él —susurré sin poder evitarlo.

Galo no respondió. Lo sabía igual que yo.

El hombre extendió las manos. De sus palmas brotó una manzana roja, limpia, perfecta. La tomó con calma y comenzó a devorarla como si fuera el primer alimento en días.

Me quedé paralizada. Sentí el corazón golpeando con fuerza dentro del pecho.

—¿San Peter? ¿Por qué está así? ¿No se supone que es un santo? —murmuré.

Galo suspiró.

—San Peter fue un arcano con rango militar. En una batalla, vio morir al hombre que amaba. Se llamaba Xine. Cayó delante de él y no pudo hacer nada. Desde entonces, vivió con culpa. Desertó del ejército. Lo dejó todo. Quería morir, pero Dios tenía otros planes.

—Xine… —repetí—. Así se llama también su dragón.

—Exacto. Le puso su nombre en honor a su amor perdido. Por eso jamás se separó de él. Por eso ese vínculo fue tan fuerte.

Y allí estaba, San Peter. Sucio, hundido, con la mirada perdida en las llamas de su pequeña hoguera, creando fruta de la nada mientras el mundo se apagaba de hambre a su alrededor. Ese instante marcaba el inicio de su leyenda. El primer suspiro de un milagro.

Las imágenes regresaron, superponiéndose como si los recuerdos del alma de San Peter intentaran mostrarse todos de una vez. Me quedé sin aliento mientras comenzaban a desfilar en destellos fugaces: él, apenas un niño, riendo entre los brazos de sus padres. Una familia arcana, un hogar cálido, lleno de amor. Luego lo vi crecer, convertirse en adolescente y cruzar las puertas imponentes de la Academia Arcana, fundada pocos años después del nacimiento de los primeros arcanos. Sus ojos brillaban con sueños aún intactos.

Más escenas, todas veloces, todas encajando como piezas de un alma rota: Peter haciendo amigos, aprendiendo con pasión, sobresaliendo en cada clase. Luego su graduación, el uniforme reluciente, las manos temblorosas al recibir el emblema de arcano completo. Una ovación, un orgullo que le inundaba el rostro.




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