La Leyenda del Dios Dragón

CAPÍTULO 23: ஐ LOS SANTOS PARTE 2 ஐ

¡Hola! Por fin os traigo el capítulo 23. Quería subirlo antes, pero me ha resultado totalmente imposible. Ahora os cuento un par de cositas:

1. Primero quiero pediros disculpas por haber tardado tanto. Y daros las gracias por vuestra paciencia.

2. He tardado más esta vez porque estoy muy cansada y estresada con los exámenes. De todos modos, yo he seguido escribiendo un poco todos los días, me ayuda a desconectar y relajarme en está época tan estresante. Además, es el capítulo más largo hasta el momento. Por lo menos según las páginas del documento Word.

3. Los exámenes los termino el viernes. ¡Por fin! Ese día es mi último examen. Para los que no sepan, estoy en la universidad estudiando psicología. Una vez terminados volveré a respirar y tener tiempo. Así que volverán los domingos fijos en unos días. Tampoco he usado Instagram o TikTok porque si toco el teléfono ya no salgo de ahí, jaja. Por ese motivo no me habéis visto en redes. ¡Pero que no me he olvidado de vosotros y la historia!

4. ​​​​​​​En compensación por la tardanza y en agradecimiento a vuestra paciencia, os daré un adelanto del capítulo 24. Por fin será la santificación de Arami y sabéis que para eso debe eclosionar un huevo… ¡Tendremos dragoncito en el próximo capítulo! ¿Creéis que será hembra? ¿Macho? ¿Qué color elegirá de los que quedan? Los colores son: rosa, negro, naranja, gris, marrón y blanco. ¿Más cositas? ¡Van a pasar muchas cosas! ¡Van a colapsar vuestras neuronas y corazones con el final que le daré a ese capítulo! ¡No digo más, jaja! Lo subiré el domingo 8.

5. Ahora, sin más dilación… ¡Prepárate para llorar!

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El dolor seguía allí, latiendo en el pecho como un corazón ajeno que no sabía cómo morir. La imagen de Inira cerrando los ojos permanecía clavada en mi mente, y por más que intentaba respirar, por más que buscaba un rincón seguro dentro de mí, no había forma de escapar. Ya no estábamos en su habitación. Ya no había cama, ni dragona, ni sangre. Solo oscuridad. Un vacío negro y absoluto donde ni siquiera el tiempo parecía existir. Estábamos solos, Galo y yo, y su abrazo era lo único que me anclaba a algo que aún pudiera llamarse realidad. Sentí sus manos en mi espalda, su fuerza silenciosa sosteniéndome mientras lloraba sin vergüenza, sin contención, como una niña rota que ya no podía más.

—Después de lo que ocurrió… sus seguidores se marcharon al norte —susurró Galo cerca de mi oído, con esa voz baja que usaba cuando sabía que una verdad iba a doler más de lo que parecía—. Allí, entre las montañas, formaron lo que luego llamamos los salvajes. La Orden siempre dijo que el hermano de Inira fue condenado a la hoguera… pero era mentira. Lo inventaron para ocultar lo que realmente pasó. Airish lo reclamó. La dragona llegó hasta el templo, exigió su cuerpo y nadie se atrevió a negárselo. Se lo entregaron, y ella lo mató con sus propios dientes.

Un escalofrío me recorrió la columna mientras me apartaba apenas de su pecho. Lo miré, temblando, con las lágrimas aún marcadas en el rostro, y sentí hervir algo dentro de mí: la rabia.

—Pues me alegro —solté, con la voz quebrada entre la furia y el llanto—. Me alegra que haya muerto así. ¡Inira lo protegió cuando solo era una niña! Lo abrazó, lo cuidó, lo salvó de su padre maltratador… ¿y qué hizo él? ¡La mató! ¡A ella! ¡A la única que lo quiso de verdad!

Galo sostuvo mi mirada en silencio durante unos segundos. Luego bajó la vista y respiró hondo antes de hablar.

—Cuentan que estaba poseído por el Maligno. Que no fue él. Que lo usaron para vengarse por lo que Inira había hecho. Como cuando Yuriel murió entre tormentas, o cuando San Peter cayó en aquella trampa. La Orden siempre dijo que era el Maligno vengándose de los santos por arruinarle los planes.

Quise gritar que no importaba, que el daño ya estaba hecho, que esa excusa miserable no justificaba la traición más cruel que jamás presencié, mas no llegué a decir nada. Una nueva luz lo cambió todo.

La oscuridad se deshizo como niebla y, de pronto, estábamos caminando por una calle de Gada. El aire olía a pan recién hecho, a sudor, a ciudad viva. Por primera vez en mucho tiempo, la escena no era un campo de batalla ni un recuerdo manchado de sangre. Las calles estaban tranquilas, los comercios abiertos, la gente murmurando en tono bajo. Caminamos entre ellos sin ser vistos, hasta que algo me detuvo. Una mujer.

Tendría unos cuarenta años. Llevaba el cabello rojo recogido en un moño deshecho y los ojos azules cargados de historias que nadie parecía querer escuchar. Caminaba con dos niños pequeños a cada lado y un par de mujeres mayores detrás, todas pelirrojas también. Pasaban entre la gente, y todos se apartaban. No por respeto. Tampoco por miedo. Lo hacían por desprecio. Los rostros que las miraban eran fríos, distantes. Algunas mujeres cuchicheaban entre ellas, y escuché la frase que me revolvió las entrañas: “Esa es Santa Yolana… la santa que no vale para nada”.

Sentí cómo la rabia me subía por las mejillas. ¿Cómo podían? ¿Cómo se atrevían?

Galo también lo oyó. Me miró de reojo y murmuró, con el mismo pesar con el que se habla de una herida que nunca cierra:




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