La Leyenda del Dios Dragón

CAPÍTULO 25: ஐ EL TRABAJO DE UNA SANTA ஐ

¡Hola! Aquí está el capítulo del domingo. Anoche se me hizo muy tarde terminando de corregirlo, pero aquí está. Si te ha gusta este capítulo, te agradecería que me regalaras tu like, comentes y compartas esta historia. Tu apoyo me motiva mucho a seguir publicando cada semana.

──── Jona ────

Estaba sentado en uno de los sofás del salón principal de la mansión DiAngelus, con la chaqueta aún puesta y las botas cubiertas del polvo del camino. Ni siquiera me molesté en quitármelas al entrar. Cirino caminaba de un lado a otro frente a mí como un toro encadenado, echando humo por la nariz y murmurando entre dientes palabras que no llegaba a entender del todo, aunque el tono lo decía todo. Llevaba así desde que regresamos de la santificación de Arami, y con lo teatral que era el anciano, podía imaginarme su orgullo herido y su sed de venganza alimentándose de cada aplauso que ella recibió.

Mi madre desapareció en cuanto cruzamos la puerta, con esa expresión suya de “ahora no me molestéis” que tan bien conocía. Alexis se encerró en su habitación. La ausencia de las dos fue lo mejor. Bastante teníamos ya con el circo en el que se había convertido esta familia.

Me recosté en el respaldo con una sonrisa ladeada, apoyando un brazo sobre el sofá y dejando que mis dedos tamborilearan sobre el cuero desgastado.

—Menos mal que desististe de casarte con Arami —murmuré con sorna, lo bastante alto para que me oyera—. Te habrías casado con una santa, literalmente. ¡Qué imagen! ¡Qué delicia de escándalo! Y ahora es intocable. ¿No es fantástico?

Cirino se detuvo en seco. Por un segundo, creí que iba a lanzarme su bastón o un jarrón a la cabeza.

—¡Cállate! —gritó, girándose con furia contenida—. ¡No te burles, crío insolente! Aún no he terminado con ella.

Lo miré con incredulidad, aunque en el fondo no me sorprendía. Era como hablar con una pared. La lógica no entraba cuando se trataba de Arami. Obsesionado y esquiciado. Un viejo loco y testarudo.

—Tienes que dejar esa mierda ya —repliqué sin moverme del asiento—. Está protegida por todos: nobles, sacerdotes, la Guardia Santa… incluso los reyes se arrodillaron ante ella hoy. Si haces algo, nos arrastras contigo. ¿No lo ves? Vas a hundir el negocio y condenarás nuestras cabezas.

Cirino apretó los dientes, los nudillos blancos por la fuerza con la que cerraba los puños. Esa mirada suya, tan cargada de veneno, no me intimidaba. Había crecido con ella.

—No voy a rendirme. No después de todo lo que hizo. Juré que la destruiría y lo haré. Ya estoy preparando el golpe. No será físico, no. Será emocional. Uno tan devastador que no podrá ni respirar. Se acordará de mí hasta el último día de su vida.

Estuve a punto de contestarle, harto de sus delirios de villano de teatro, cuando un sirviente irrumpió en la sala. Tenía la cara pálida, los ojos desencajados, como si acabara de ver un fantasma.

—Señores… la señorita Alexis está gritando. Rompiendo cosas. No sabemos cómo detenerla.

Me levanté al instante, y Cirino hizo lo mismo. Salimos disparados por los pasillos, nuestros pasos retumbando sobre el mármol como truenos. Ya sabía lo que venía. Conocía bien esa escena. La última vez que Alexis tuvo una crisis real fue justo antes de que Arami se marchara al norte. Gritaba, golpeaba, lloraba… acabé dándole un puñetazo que la dejó inconsciente.

Al abrir la puerta de su habitación, el caos nos arrolló. Alexis estaba en medio de la estancia, descalza, con el cabello suelto y los ojos desorbitados. Chillaba como una histérica, arrancando cortinas con las uñas, tirando jarrones, cojines, lo que encontrara. La habitación era un desastre de telas rotas y objetos destrozados.

—¡No es justo! —gritaba—. ¡No es justo! ¡Arami no debería ser santa! ¡Yo debería serlo! ¡Yo! ¡Yo merezco todo! ¡Todo debía ser mío!

Me quedé helado. No por la escena —ya estaba curado de espanto—, sino por la rabia con la que lo decía. La espuma en los labios, las venas del cuello, la desesperación pura.

Vi de reojo a Cirino. Estaba impactado. Mi madre le había hablado muchas veces de las crisis de Alexis, pero verlo… era distinto.

—¡Cálmate ya, joder! —grité, intentando acercarme sin que me mordiera como una bestia.

Ella chilló aún más, arañando el aire como una loca, y luego se lanzó al suelo, pataleando, chillando, golpeando el mármol con los puños como una niña de cinco años en plena rabieta. Cirino, pálido, tragó saliva y dio un paso atrás.

—Yo… me voy a mi casa —murmuró, y desapareció.

Cobarde. Viejo cobarde.

Me acerqué con cuidado, intentando sujetarla del brazo, pero forcejeó. Me pegó sin querer en la cara, luego me dio una patada en la espinilla.

—¡Alexis, basta ya! —rugí, sujetándola como pude.

Forcejeamos. Su cuerpo temblaba, jadeaba, lloraba y gritaba todo a la vez. Estaba a punto de repetir el truco del puñetazo cuando se desvaneció como un saco vacío. Se había desmayado, por fin. Pura histeria.

Me quedé un instante en silencio, respirando con fuerza, el corazón a mil. Luego la levanté como pude y la dejé caer sobre la cama sin el menor cuidado. Salí dando un portazo, con la mandíbula tensa de rabia.

Siempre fue así, desde niña. Madre nunca quiso ver la verdad. Decía que Alexis era “sensible”, “emocional”, “brillante”. Ocultó sus crisis del mundo. Ni siquiera Arami sabía nada. Y claro, cuando creció y empeoró, la mandaron al convento. No por educación, por miedo a que el mundo viera lo que era. Se suponía que iba a mejorar.

Ya era de madrugada cuando madre regresó. La oí entrar desde el salón, y no hice el menor esfuerzo por disimular mi enfado.

—¿Dónde demonios estabas? —solté sin girarme—. Alexis tuvo una crisis. Me comí todo yo.




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