La Leyenda del Dios Dragón

CAPÍTULO 31: ஐ LA SANTA OSCURA ஐ

¡Hola! ¡He vuelto! Lamento la tardanza, pero este capítulo se me ha complicado muchísimo. Pensé que lo tendría listo para el lunes a más tardar, pero no. He estado a tope con este capítulo hasta finalmente conseguir lo que quería. ¿Por qué me he tardado tanto?

  1. Es un resumen de toda la vida de un personaje y eso cuesta.
  2. La evolución emocional, la transformación del personaje mostrado todo en un solo capítulo es complejo.
  3. El explicar todo sobre las líneas temporales, los dioses y resolver muchas dudas que han surgido a lo largo del libro y que cuadre bien, ha sido tedioso.
  4. He borrado y reescrito no sé ni cuantas veces. Hasta yo me liaba al explicarlo todo correctamente.
  5. Es un capítulo largo y diría que de los más importantes.
  6. La personalidad de Imara no me ha resultado sencilla porque no estoy acostumbrada a trabajar con un personaje tan frío y calculador como ella. Lo podéis ver en los demás personajes.

Pese a esto, creo haber logrado lo que quería y todo está bien explicado. De todos modos, cualquier duda me podéis preguntar. Hoy ya es domingo, así que nos vemos el próximo domingo con el capítulo 32. Espero que os guste porque es el que más se me ha complicado hasta el momento.

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──── Imara ────

Me encontraba en mi habitación, la que había reclamado como mía en esta guarida que ahora llamaba hogar, envuelta en la penumbra rota apenas por unas velas consumidas. Frente a mí, el espejo devolvía una imagen que apenas reconocía: armadura ceñida, capa oscura sobre los hombros, cabello recogido con precisión. Me preparaba para salir a cazar al pequeño dragón que ya había sellado mi destino. Alisé con calma una hebra rebelde, aunque sabía que aquella serenidad era una máscara frágil. Un suspiro escapó sin permiso y, antes de poder evitarlo, los recuerdos me arrastraron a un pasado que seguía ardiendo en mi piel y en mi alma. Y así, sin quererlo, la Arami que fui regresó a la hoguera.

Flashback

El aire de aquel día estaba saturado de humo y odio. Las sogas me mordían las muñecas hasta abrir la piel. A mi alrededor, la ciudad entera me condenaba a gritos, acusándome de un crimen que no había cometido: intentar asesinar a mi hermana Alexis. Entre la multitud, la vi intentar llegar hasta mí, con los ojos cargados de desesperación, hasta que Edward la detuvo, sujetándola con una frialdad que me heló la sangre.

Tragué saliva buscando un último hilo de esperanza. Alcé la voz hacia el cielo, implorando al Dios Dragón que me escuchara, que me salvara, que no me dejara morir así. La única respuesta fue el silencio. El verdugo encendió la hoguera y el calor me golpeó de inmediato. Las llamas comenzaron a trepar por mis piernas y una oleada de desesperación me atravesó como un cuchillo. No era solo el dolor; era la conciencia brutal de que cada segundo me acercaba al final, de que mi vida se extinguía allí, frente a todos, sin justicia, sin verdad. Sentí cómo la rabia y el miedo se mezclaban en un torbellino insoportable, ahogándome más que el humo. Un grito escapó de mi garganta, no solo de agonía, sino de rechazo absoluto a ese destino, de una súplica rota al cielo para que no me dejara morir así.

Entonces, el caos irrumpió. El ejército de Lutheris entró en Gada con un rugido de acero y fuego, el suelo vibrando bajo el galope de sus monturas y el estrépito de las armas. La multitud que pedía mi vida se dispersó presa del pánico. En medio de la plaza, un general enemigo levantó la cabeza cercenada del general Kilian, hijo del rey de Fester, y aquel espectáculo arrancó un alarido colectivo. Nadie me miraba ya; mi destino había dejado de importar.

Las llamas seguían subiendo cuando las cuerdas se aflojaron, cortadas por una mano invisible. No entendí qué estaba pasando, pero no me quedé a descubrirlo. Salté del cadalso tambaleante, arranqué ropas de un tendero caído para cubrirme el rostro y me escabullí entre humo y gritos, esquivando soldados de ambos bandos.

No tenía adónde ir salvo hacia un único pensamiento que se abría paso como un faro entre la bruma: Carla. No la veía desde el juicio y no sabía si seguía viva, pero mi instinto me empujaba hacia ella. Crucé callejones incendiados y plazas cubiertas de cadáveres hasta que, horas después y con la noche ya caída, alcancé la mansión DiAngelus.

En otro tiempo, orgullo de mi padre; ahora, un esqueleto ennegrecido. Muros calcinados, ventanas rotas y un silencio tan pesado que parecía absorber el aire. Sentí dolor por ver destruido lo que él había construido, y un retorcido alivio, porque esos muros también habían sido mi prisión.

Busqué entre los restos, apartando cuerpos de sirvientes que un día me acompañaron. Sus rostros inmóviles parecían acusarme de haber sobrevivido. Seguí hasta el despacho de mi padre, donde hallé a Edda, Cirino y Jona tendidos sobre charcos oscuros. Aliados de Lutheris, todos ellos, y aun así no habían escapado a la masacre. Una amarga satisfacción me atravesó.

El dolor de las quemaduras me acompañaba como un castigo vivo en cada paso hasta llegar al sótano. Allí, en el rincón donde de niña me había escondido tantas veces para llorar en silencio, la encontré. Carla. Mi Carla. Yacía inmóvil, su vestido empapado de rojo, una espada aún hundida en su vientre como un cruel recordatorio de su último instante.




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