La Leyenda del Dios Dragón

CAPÍTULO 32: ஐ IRA ஐ

Hola! Aquí está el capítulo de la semana, un día de retraso, pero ya sabéis que a veces tardo en corregir, jaja.

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──── Imara ────

Avancé por los pasillos oscuros de la guarida con la jaula en mis manos. El pequeño dragón negro no dejaba de retorcerse y golpear las rejas con sus patitas diminutas, intentando escapar. Sus chillidos agudos resonaban en los corredores como cuchillos clavándose en mis sienes, pero no aflojé el paso. Era mío. Era lo que necesitaba.

Llegué hasta la habitación que le había dado a mi padre días atrás. Abrí la puerta y lo vi, sentado junto a la ventana, observando la nieve caer bajo el manto de la noche. Apenas me oyó entrar, se sobresaltó, giró el rostro y frunció el ceño con dureza. Su cuerpo se tensó como un arco preparado para disparar. La desconfianza lo devoraba, y con razón. Yo lo había mantenido cautivo demasiado tiempo, usándolo como fuente de sangre.

—¿Qué quieres? —me espetó, con voz áspera y cansada—. ¿Has venido a por más sangre?

No respondí de inmediato. Levanté la jaula y dejé que sus ojos se toparan con la pequeña criatura que se acurrucaba dentro, aterrorizada. El dragón temblaba, abrazado a sí mismo, como un niño desvalido. Vi la sorpresa en los ojos de Robert, cómo se levantaba de golpe de la silla al reconocer lo que era.

—Este dragón es Kuro —dije con calma, depositando la jaula sobre la cama—. El Dragón Santo de Arami.

El impacto de mi revelación le duró apenas un segundo. Lo vi transformarse en pura ira, dando dos zancadas rápidas hacia mí.

—¡¿Qué has hecho?! —rugió—. ¿Por qué lo traes aquí? ¡¿Por qué traes al bebé?!

—Necesito a Kuro por su sangre —respondí sin inmutarme—. Es más fácil que buscar a los Dragones Santos adultos y someterlos.

—¿Y Arami? —me cortó con los ojos ardiendo—. ¡Dime si le hiciste algo!

—No —aseguré con firmeza—. No le he hecho nada a Arami. Solo fue una misión para capturar al dragón.

Robert se acercó con cautela a la jaula. Sus manos temblaban al ver al pequeño respirar de forma agitada, soltando gemidos lastimeros.

—Tú lo vas a cuidar —le dije, abriendo la jaula lentamente.

Él me miró con incredulidad, incapaz de entender.

—¿Por qué?

—Porque alguien debe cuidarlo, y no me fío de los brujos. Yo no tengo tiempo. La idea no es dañarlo y tú… tú lo harás, porque es el dragón de Arami.

Robert se quedó en silencio, procesando mis palabras. Finalmente asintió, con la mandíbula apretada.

—Será solo por un tiempo —añadí, mi voz resonando fría en la habitación—. Necesitamos su sangre. La obtendremos sin causarle gran daño y, cuando llegue el momento… lo devolveré.

Él abrió los ojos, incrédulo.

—¿Devolverlo? ¿Pretendes que te crea eso?

—Controlar un dragón adulto es imposible. —Me crucé de brazos—. Ahora no vuela ni escupe fuego. Es débil y fácil de manejar. Usaremos su sangre hasta el límite sin matarlo y después… lo dejaré ir.

No dije lo demás. No necesitaba saber que para entonces tendría un ejército entero de jinetes del apocalipsis y que un dragón, aunque fuera santo, no sería nada frente a mi obra.

Robert se inclinó hacia la jaula y susurró con ternura:

—No tengas miedo… soy el padre de Arami.

Como si pudiera entenderlo, Kuro asomó la cabeza, sus ojitos brillantes se clavaron en él. Robert extendió la mano y el dragón lo olió, como buscando en su esencia el rastro de su santa.

—Te traeré las instrucciones para alimentarlo y cuidarlo —dije desde la puerta.

Él no respondió. Estaba absorto, acariciando la cabecita de Kuro con una delicadeza que me revolvió algo en el pecho. El dragón parecía cómodo con él, no por la sangre que compartían con Arami, sino por la calidez de su espíritu. Incluso a mí, que era Arami, me rechazaba.

—Ya me voy —añadí, girando la llave tras salir—. Encárgate de tu nuevo trabajo.

Cerré la puerta con firmeza y volví a mi habitación.

La armadura pesaba sobre mis hombros como el recuerdo de lo que había hecho. Una vez en mi dormitorio me despojé de ella, quedándome con las manos desnudas, las mismas manos que horas atrás habían atravesado el pecho de Emeric. Miré mis dedos como si aún tuvieran su sangre.

Frente al espejo, con una sonrisa amarga, susurré:

—Finalmente… he acabado con ese viejo. Mi venganza por fin ha comenzado.

La risa oscura del Maligno estalló en mi cabeza.

—Has hecho un gran trabajo —dijo, con tono burlón.

—Ahora debo hablar con el rey de Lutheris —le respondí, sentándome al borde de la cama—. Debo confiarle que estamos en el paso final. Después de eso, la guerra de verdad comenzará.




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