¡Hola! La semana pasada no actualicé. La verdad es que he tenido una semana complicada y al mismo tiempo me está costando continuar la historia porque noté un bajón en lecturas y comentarios. ¡Pero aquí seguimos!
Os cuento que la historia está por terminar. Todavía no sé exactamente cuándo, pero entre el capítulo 40 y 42. No quiero alargarme y tampoco quedarme corta. Quiero que lo que queda se desarrolle con calma, calidad, cariño y sin irme por las ramas.
Aprovecho para deciros también que este mes (tampoco sé cuándo) la primera parte de La Leyenda del Dios Dragón será publicada en físico. Si os apetece tenerla os contaré más por mi Instagram.
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✧──── Alexis ────✧
Me encontraba en el sótano de la mansión, encadenada a la pared como si fuera un animal. Llevaba un mes allí, un mes desde que maté a aquella criada y mi familia, hipócrita como siempre, decidió que debía permanecer encerrada “por mi propia seguridad”. Yo no necesitaba protección, necesitaba libertad. Tenía un baile que organizar, una boda que preparar, un futuro como reina que reclamar. No podía estar hundida en la oscuridad y el frío, rodeada de humedad y silencio. Yo era la elegida para gobernar Fester, no aquella santa patética que todos adoraban.
—Todos se arrepentirán cuando salga… —murmuré entre dientes, rabiosa.
El hierro me mordía las muñecas mientras me retorcía, chillando y tratando de romper las cadenas que me mantenían atada. No había hecho nada malo. Nada. Todo fue culpa de la criada. Ella lo merecía, ella me provocó. Y mi madre… mi madre, la peor de todas, había decidido encadenarme como a una bestia. La traidora que había destrozado mi vida desde el primer día.
La puerta del sótano se abrió de golpe, inundando aquel agujero con un haz de luz que me obligó a entrecerrar los ojos. Unas pisadas resonaron en las escaleras de piedra. Me quedé quieta, expectante, hasta que vi aparecer a Percel. Me observaba en silencio, sin una palabra, sin un gesto de compasión.
Era mi momento. El instante perfecto para actuar como víctima. Empecé a llorar con fuerza, fingiendo cada sollozo, y extendí las manos encadenadas hacia él.
—Por favor, tío, ayúdame. ¡Mi madre me encerró aquí hace un mes! Se ha vuelto loca, tienes que sacarme —suplicaba con voz temblorosa.
Su mirada fría me atravesó como un cuchillo. No reaccionó, no se conmovió. Esa indiferencia me desconcertó, pero no iba a abandonar mi papel.
—Se ha vuelto loca —insistí, sollozando—. Me está haciendo lo mismo que le hizo a Arami. ¡Por favor, sáqueme!
—Tu madre dijo que estabas enferma, de algo contagioso —respondió con tono plano.
—¡Eso es mentira! —grité—. Lo que pasa es que quería hacerle daño a Arami y yo me negué a ayudarla, por eso me encerró.
—¿De verdad crees que voy a tragarme esa mentira?
Me tambaleé, dudando un instante, pero recuperé el aire.
—¡Es la verdad! Ella me encerró por eso.
—Sé lo que pasó —me cortó, duro como el acero—. Los criados me lo contaron. Sé de tus crisis, de cómo vas perdiendo la cabeza… y del asesinato.
—¡Todo eso es mentira! ¡Es mentira! —chillé desesperada, tirando de las cadenas hasta que la piel me ardió—. ¡Es un invento para hacerme parecer loca!
—No voy a ayudarte —sentenció—. Aquí es donde debes estar. Deberías agradecer que no te haya denunciado ante el rey.
El pecho me ardía de furia mientras gritaba y me sacudía contra las cadenas.
—¡Soy tu sobrina! ¡Debes ayudarme!
Percel me miró con dureza y entonces pronunció unas palabras que me helaron.
—No estoy seguro de que seas hija de Robert.
Me quedé congelada. ¿Qué demonios quería decir con eso? Claro que era hija de Robert DiAngelus. ¡Lo era!
—¿Qué quieres decir? ¡Respóndeme! —grité, histérica.
—Siempre tuve dudas de tu origen, aunque nunca pruebas. Pregúntale a tu madre —dijo, dándose media vuelta.
—¡Respóndeme! ¡Respóndeme! —seguí chillando, pero él ya se marchaba.
El portazo resonó en mis oídos y me dejó temblando, histérica, incapaz de apartar de mi cabeza lo que me había dicho. ¿Y si era cierto? ¿Y si no era hija de Robert?
Pasaron horas hasta que el agotamiento me obligó a calmarme un poco. Pero su voz seguía taladrándome: «No estoy seguro de que seas hija de Robert.»
En ese momento entró la criada de siempre, la que me traía la comida. Caminaba con la cabeza gacha, temblando, sin atreverse a mirarme a los ojos.
—¿Has pensado en tu respuesta? —pregunté con frialdad.
—No… no puedo hacerlo… —murmuró apenas audible.
Una sonrisa torcida se dibujó en mis labios.
—Edward va a saberlo tarde o temprano. Vendrá a salvarme. Y cuando sea libre y reina, acabaré contigo igual que con la otra criada.
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Editado: 08.09.2025