La Leyenda del Dios Dragón

CAPÍTULO 36: ஐ SACRIFICIO PARTE 2 ஐ

¡Hola! Por fin tengo el capítulo 36 listo. Quedan cinco capítulos para que termine la novela. O sea que unas cinco o cuatro semanas más o menos.

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──── Arami ────

La ciudad había cambiado de rostro en solo tres meses, y yo también. Desde la lectura del testamento y la decisión de Edward de coronarse a sí mismo, mi nombre se volvió útil solo para encerrar a la gente en sus casas y vaciar los templos.

A Killian lo llamaron traidor, peligro nacional, fugitivo y enemigo de la corona. Esa lista interminable que Edward repitió hasta grabársela en la lengua le bastó para abrir la puerta a todo lo que vino después. Primero, su gran idea: “lograr la paz con Lutheris”, algo que ni su padre consiguió. Nadie le creyó, pero a los pocos días se firmó. El papel brilló y el reino se oscureció. Entró gente de Lutheris por todas las rutas: comerciantes, nobles, soldados, curiosos. Sobre el mapa parecía progreso; en las calles, una grieta. Ellos no soportaban al Dios Dragón ni nuestra forma de vida, y comenzaron los empujones, los insultos, las broncas contra la fe de la gente. Edward respondió retirando estatuas, cuadros y símbolos; luego vinieron los rezos prohibidos, los rituales anulados y las ceremonias canceladas. Cesc fue a hablar con él y casi lo encierran por “atentar contra la sensibilidad real”. Sí, así lo llamó: una estupidez con sello y firma.

La gente quiso alzarse y los arrestaron. Soldados de Lutheris se unieron al ejército real, ahora con la tarea de callar rezos y revisar altares. Empezaron a cazar arcanos, no brujos: arcanos. Como no podían hacerlo abiertamente, montaban trampas, provocaban, buscaban excusas. El templo resistió: la Guardia Santa, los sacerdotes que no se marcharon y yo, que, aunque hubiese querido desaparecer, seguía siendo la santa. No me dejaban salir, y tampoco quise tentar la suerte; no por mí, sino por los demás.

Alexis, mientras tanto, gastaba como si las arcas no tuvieran fondo. Preparaba su boda como si fuera a casarse con un dios, fiesta tras fiesta, y el rumor de la estatua de oro de su propio trasero corría por los pasillos como un chiste que a nadie hacía gracia.

Pude ver a mi padre a ratos, y a Killian apenas un par de veces después de aquella noche mágica. Para el mundo se había ido con Harel al Reino Pirata; en realidad estaba en la mansión DiAngelus, aguardando el golpe que todos sabíamos que tenía que llegar.

Los nobles se cansaron. Al principio creyeron que podrían manejar a Edward como un títere y descubrieron que mordía y, además, quemaba sus símbolos. Su fe fue convertida en delito, sus casas llenas de huéspedes de Lutheris que miraban con desdén nuestras costumbres. Por eso, esa tarde, nos sentamos en torno a una mesa redonda de madera en una habitación del templo: Robert, Percel, Cesc y yo; y alrededor, líderes de las familias más importantes de Fester, no solo de Gada. Todos menos Cirino. Dejé claro que no lo quería ni cerca, y lo respetaron. Trabajábamos juntos, nobles y Orden del Dragón, para derribar a Edward. Se había acabado el tiempo de esperar.

—¿Y el príncipe Killian? —preguntó uno de los nobles, un hombre de barba cuidada que olía a tinta y cuero.

—No sabemos nada de él —mentí sin pestañear.

No nos fiábamos del todo y ellos tampoco entre sí, así que cada uno guardaba cartas. No hizo falta insistir; comprendieron que, si no lo decíamos, era por algo.

—Se espera que aparezca esta noche en el baile de máscaras —dijo otro, en voz baja.

Alexis daría la última fiesta antes de la boda. Me había llegado una invitación. Claro que era una trampa. También era un escenario perfecto: extranjeros, la corte, Edward. El cebo, yo.

—No deberíais permitir que asista —advirtió un noble de voz áspera—. Es la santa. No podemos arriesgarla.

—Está claro que me tenderán una trampa o querrán usarme para atraer a Killian, pero, sea como sea, tengo que ir —respondí.

—Tendrás que ir sin arcanos —intervino Cesc—. No van a permitir que te acompañen ni Hanae ni Beliseria.

—Ni siquiera Gus y Perhos podrán entrar, por ser tus aliados —añadió Percel.

—Lo sé —asentí—, pero iré con mi padre y con mi tío Percel. No pueden impedir el paso al duque DiAngelus y al Señor de la Guerra.

—No se lo tome a la ligera, mi señora —me frenó otro—. Si en ese baile pensamos cortar la cabeza a Edward para que Killian vuelva y tome el trono, habrá que ir con cuidado.

Ese era el plan: que el golpe fuese limpio. Los nobles tenían soldados; parte del propio ejército de Edward estaba harto y listo para girarse; los arcanos estaban de nuestro lado. Había sospechas de brujos alrededor del reinado de Edward, pero poco que pudiera probarse. Aun así, íbamos a hacerlo. Killian estaría allí; no hacía falta que ellos lo supieran.

—Todo saldrá bien —dijo mi padre—. Solo hay que mantener a salvo a Arami.

La reunión se fue deshaciendo en partidas pequeñas, para no levantar sospechas. Salí la primera. A esa hora siempre pasaba por la habitación de Kuqui. Miren trabajaba incansable y yo tenía la costumbre de hablarle bajito, aunque no respondiera. En el templo, además de Cesc, estaban sus hermanos: Rafael, Zafira, Andrómeda y Zuriel. Vinieron a apoyar. Por primera vez desde que los oí nombrar, sentí que eran familia.

Empujé la puerta de Kuqui y el olor a hierbas y lámparas de aceite me envolvió. Miren le revisaba las pupilas con una paciencia inagotable. Gus estaba en el suelo, espalda a la pared; Perhos en la silla junto a la cama, con los dedos entrelazados hasta ponerse blancos. Siempre había al menos uno de los dos.




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