La gran guerra había terminado y las, ahora, frías bayonetas habían quedado desperdigadas por el campo de batalla junto a los fusiles donde habían sido caladas... Los cañones se habían silenciado; el rugido de sus disparos, que hasta hace pocos meses resonaban día y noche, ya no se escuchaba por ningún lado.
El terreno había quedado cubierto de trincheras, auténticas cicatrices que lo marcarían por largo tiempo.
El olor a pólvora que había inundado el aire daba lugar, nuevamente, a la fragancia de las flores primaverales que, como todos los años, comenzaban a abrir.
La cenizas de la guerra ya estaban frías... pero aún se encontraban por todos lados.
Ahora, la tranquilidad posterior al conflicto bélico era la protagonista, mientras que el dolor de los supervivientes buscaba la imposible manera de desaparecer de sus corazones.
La victoria era pírrica y no importaba en absoluto para quienes habían perdido a sus seres amados.
Las guerras las deciden los políticos, las libran los militares y las sufren los civiles, así ha sido siempre a lo largo de toda la historia... y así siempre lo será.
El conflicto armado había cubierto con su oscuro manto de muerte y dolor todo lo que hoy conocemos como el noreste de Italia, pero que, en aquel entonces, pertenecía al Imperio austrohúngaro, al oeste de la región que hoy ocupa Eslovenia.
En un pueblo rural, en las afueras de una ciudad cercana a Trieste, vivían un par de jóvenes hermanos. El más grande, Antonio, tenía diecinueve años y el menor, Marco, tenía solo ocho.
Ambos eran huérfanos, habían perdido a su padre en una de las crueles primeras batallas que se habían librado en la zona. Meses después, a su madre se la había llevado una dura enfermedad contra la que los médicos de la época nada pudieron hacer... vivían juntos y sin más familiares, lo único que tenían eran el uno al otro.
Su hogar y único medio de subsistencia, era la granja de sus padres. Ahora ellos solos se tenían que encargar de todas las tareas que demandaba.
Era de mañana y Antonio se encontraba trabajando sobre el techo de la casa. Estaba con un martillo clavando unas maderas en un intento de tapar las goteras antes de que llegara la tormenta que se aproximaba en el horizonte.
—¡Mira, hermano! Hoy encontré seis huevos en los nidos —le dijo Marco, que volvía de revisar los nidos de las gallinas en busca de la comida del día.
—Excelente Marco. Con eso y las verduras que compramos ayer vamos a tener para comer unos cuantos días —le respondió Antonio desde lo alto, pero en ese momento notó que el saco de su hermano menor estaba con sus codos raídos y en parte rotos.
Marco, toma dos de los huevos y ve con la costurera. Dile que le ponga unos parches a los codos de tu saco y entrégale los huevos como pago.
—No hace falta, hermano. Por mí está bien así, prefiero que guardemos la comida.
—Haz lo que te digo, Marco. Si Mamá estuviera aquí ella misma te lo arreglaría para que Papá no te viera así.
A regañadientes, Marco accedió a lo que su hermano mayor le había ordenado y sin perder tiempo, fue a ver a la vecina más cercana que tenían: doña Beatrice.
En pocos minutos, Marco llegó a la casa de la costurera y llamó a la puerta.
—¡Adelante, está abierto! —le respondió Beatrice mientras revolvía una olla en la que estaba preparando su almuerzo.
—Hola, doña Beatrice.
—Marco, que gusto verte.¿Cómo estás?
—Bien, gracias. Me mandó mi hermano para pedirle que me arregle esto —le respondió el pequeño mostrándole los agujeros de su ropa—. Aquí tiene unos huevos frescos como pago.
—¿A ver eso? —le dijo Beatrice mientras se acercaba y agachada, examinaba el saco del niño—. La tela está muy gastada, Marco. Puedo ponerle unos parches, pero se romperá nuevamente en poco tiempo.¿Lo usas muy seguido?
—Es el único que tengo...
En ese momento, la costurera miró una foto sobre la repisa del comedor, era una foto en blanco y negro de su único hijo. En ella, se veía a un apuesto joven de veintiún años de edad, vestido con un prolijo uniforme de soldado y un fusil al hombro... era la última foto que Beatrice tenía de él, se la había tomado el día en que partió hacia el frente de batalla... del cual nunca volvió.
—Deja los huevos sobre la mesa y espérame aquí —le dijo a Marco, mientras ella se dirigía a su habitación a buscar algo...
Unos instantes después, Beatrice volvió con un pequeño saco, casi nuevo.
—Toma, Marco. Este saco fue de mi hijo cuando tenía tu edad. Pruébatelo —agregó mientras Marco se lo ponía, expectante.
—¡Me queda perfecto! —dijo el pequeño.
Beatrice retrocedió un par de pasos y se mocionó hasta las lágrimas al ver a Marco vestir la ropa de su amado hijo, entonces fue a su habitación nuevamente y trajo algo más para el pequeño.
—Toma, es un regalo —le dijo llorando, mientras le colocaba una boina que hacía juego con el saco.
—¡Gracias, doña Beatrice! Voy a ir a mostrárselo a Antonio.
—De nada, Marco —le respondió la mujer mientras se secaba las lágrimas de su rostro con su delantal— y dile a tu hermano que, cuando quieran, pueden venir a comer conmigo, extraño mucho las charlas a la hora de la comida.
—¡Lo haré! —gritó Marco, mientras se alejaba.
Beatrice lo veía correr y se imaginaba que era su hijo el que estaba corriendo, ese triste consuelo era lo único a lo que podía aspirar ya...
Minutos después, Marcó llegó a su casa, exultante:
—¡Mira lo que me regaló doña Beatrice! —le dijo a su hermano mostrándole su saco nuevo y su boina.
Antonio se dio cuenta de inmediato lo que la mujer había hecho y sonrió conmovido.
—¿Cómo está ella? —le preguntó.
—Bien, aunque lloraba mucho por la cebolla de la comida —dijo el niño sin advertir el verdadero motivo—... también me pidió que te dijera que podemos ir a comer con ella cuando queramos. ¡Ya no pasaremos hambre!
—Doña Beatrice es muy amable, pero no creo que vayamos a hacer eso muy seguido.
—¿Por qué no? Ella cocina muy bien.
—Marco, la comida no nos sobra a ninguno, tampoco a doña Beatrice... De todos modos iremos a visitarla más seguido.
Al día siguiente, como todas las mañanas, Antonio se había levantado antes que Marco, que aún dormía y aprovechó para ir a una mina cercana a la que le tenía terminantemente prohibido ir a su hermano menor.
Faltando poco para llegar, se ató un pañuelo en su rostro cubriendo bien su boca y nariz, sabía que esa zona había sido regada por los letales gases venenosos que se usaron como arma en los enfrentamientos.
El escenario era horrible y desolador. Los cuerpos de los soldados muertos allí aún se encontraban tirados, nadie se había atrevido a ir a buscarlos para darles una santa sepultura y los animales ni se acercaban a la zona.
Antonio tomó varias mochilas de los cuerpos y salió de la zona lo más rápido que pudo... sabía que, a pesar del tiempo transcurrido, ni la lluvia ni el viento habían librado a la zona de las toxinas.
Una vez seguro de estar en un lugar limpio, se quitó el pañuelo de su rostro y en la margen de un arroyo, comenzó a buscar alimentos entre los pertrechos que había tomado.
Tuvo suerte, encontró unas latas de comida que, de estar en condiciones le servirían a él y a su hermano para subsistir bastantes semanas.
Lavó los envases muy bien, sin embargo no quería arriesgar a Marco con esa comida que llevaba meses allí, así que optó por probarla él primero, tomó entonces un cuchillo y abrió una de las latas, comiendo unos bocados:
«Está rica... sabe bastante bien» pensó, alegrándose y así volvió a la casa.
Al día siguiente, el cielo ya se estaba nublando y Antonio decidió aprovechar el fresco aire matutino para cortar leña; pero, para su sorpresa no pudo cortar la cantidad de troncos que esperaba, esa mañana se sentía algo débil, pensó que era porque no había descansado bien durante la noche anterior... sin embargo estaba muy equivocado.
Esa noche ambos hermanos cenaban como de costumbre pero Marco notó algo raro:
—¿Por qué no comes, hermano? ¿Otra vez tenemos poca comida y la estás reservando para mí?
—No, Marco... simplemente no tengo apetito —le contestó Antonio, que se sentía aún peor que en la mañana.
—¿Podemos ir mañana a visitar a doña Beatrice?
—Sí, por supuesto, Marco...
Al día siguiente, cuando despertó, Antonio sentía todo su cuerpo dolorido, tuvo que hacer un esfuerzo mucho mayor que el de costumbre para levantarse y empezó a sospechar que algo no estaba bien con él.
Sin saberlo aún, su enfermedad empeoraba... y con rapidez.
A media mañana, ambos hermanos fueron a la casa de Beatrice, que los recibió muy contenta por tener algo de compañía ese día:
—¡Que alegría verlos! —les dijo la costurera.
—A nosotros también no alegra el venir a visitarla, Beatrice —le contestó Antonio.
—No me gusta esta soledad. Quedó tan poca gente en el pueblo luego de la guerra —se lamentó la mujer.
—Lo sé, nosotros quedamos tan solos como usted —comentó Antonio y en ese momento se puso a toser de una manera muy fuerte y anormal...
—¿Te sientes bien, Antonio? Te veo algo pálido —le preguntó Beatrice, preocupada. Ella había sido enfermera y conocía los síntomas que provocaban los gases venenosos en las personas.
—Sí, estoy bien, no es nada... solo necesito un poco de agua —le respondió Antonio y Beatrice se la trajo de inmediato.
Poco después, los hermanos se retiraron.
Los días pasaron y Antonio fue empeorando, su tos en lugar de desaparecer, empeoró mucho.
—¿Por qué no vas a ver a un médico, hermano? —le preguntó Marco en la cena.
—Porque el médico más cercano está muy lejos de aquí, en el pueblo tras las colinas... y además no lo necesito, Marco.
—Es solo un día de viaje —le remarcó el pequeño, angustiado.
—¡A caballo! Un día de viaje a caballo, Marco y no tenemos ningún caballo. Caminando son varios días —le rebatió su hermano, irritado.
—Tu no te irás, ¿verdad, Antonio? A Papá se lo llevó la guerra y a Mamá esa enfermedad. ¿Sabes que no puedo perderte? No quiero vivir así... solo.
—Mamá perdió sus deseos de vivir cuando supimos de la muerte de Papá. A ella se la llevó aquella enfermedad, pero en realidad murió de tristeza... yo te juro que lucharé y nunca te dejaré solo.
La mañana siguiente fue la primera vez en que Marco despertó a Antonio:
—¡Hermano, despierta! Te quedaste dormido —le dijo mientras lo sacudía del hombro.
Antonio se despertó, estaba pálido, ojeroso y bañado en sudor, su cuerpo le dolía como nunca antes.
Al ir al baño comenzó a toser y ahí se dio cuenta de lo grave de su estado... el lavatorio había quedado cubierto con la sangre que expectoró, algo muy malo le estaba pasando.
Rápidamente lo lavó todo sin decirle ni una palabra al pequeño hermano, para no preocuparlo.
—Iremos a ver a Genaro, el herrero. Creo que él nos podrá alquilar alguno de sus caballos —le dijo a Marco mientras le preparaba su desayuno.
Más tarde los dos fueron a la herrería...
—Hola muchachos. ¿Cómo están? —les preguntó el herrero— Veo que tú no muy bien, Antonio. Deberías descansar.
—Es por eso que vinimos, Genaro. Quiero que nos alquiles uno de tus caballos para ir hasta el pueblo a ver a un médico.
—Lo siento, Antonio... pero no tengo ninguno ya. Cuando comenzó la guerra el ejército vino y se los llevó a todos —dijo el hombre, lamentándose.
—¿Sabe de alguien que tenga uno por esta zona? —le preguntó Antonio.
—Eso va a ser muy difícil, la mayoría de los caballos han muerto en los enfrentamientos. Hace muchos meses ya que no coloco una herradura...
—Voy a tener que caminar, entonces —reflexionó el joven, preocupado.
—Tal vez te convenga esperar a que pase la tormenta que se avecina, parece que esta va a ser grande —le recomendó Genaro, pero Antonio no tenía tanto tiempo...
Los hermanos se retiraron cabizbajos. La situación se estaba complicando mucho para ambos y a esta altura, se comenzaba a tornar peligrosa.
Editado: 02.07.2022