La Lista

Capítulo Dos: As bajo la manga

1

Cuarenta y cinco minutos, ese es el tiempo que me están haciendo esperar para tomarme una puta declaración.

No sé qué pretenden, ¿qué me ponga nervioso y confiese? Por favor, no hice nada malo.

Bufo del aburrimiento y me tiro sobre la mesa helada. Ya ni siquiera me importa el frío, solo quiero salir de acá.

Push, nap clap, pu-push, nap clap. Repito en mi cabeza mientras hago los sonidos con mis manos y el escritorio.

Es entonces que el rechinar de la puerta me hace dar un salto del cagazo. Enderezo mi espalda y espero al oficial.

Solo que no es el oficial.

No lo puedo creer.

—¿Mamá...? —Me pongo de pie y espero un abrazo, pero ella se sienta junto a mí y presiona mi muñeca con las uñas.

—¿Dijiste algo? ¿Hablaste con alguien? —Pregunta en voz baja. Nervioso, solo niego con la cabeza. —Bien, ¿qué pasó ahora? ¿Qué mierda hiciste? —Ese tono irritado, los ojos completamente abiertos, ya me había olvidado que cada vez que estamos juntos solo ve problemas.

Yo soy un problema para ella, siempre lo fui, aunque no hubiera hecho nada, yo... Le estorbo.

—¡Hablá! —La silla se arrastra en el suelo por su movimiento. —¿De quién es hija? ¿La conozco?

—¿Qué? Ma, no, nada de eso.

—¿Entonces para qué estoy acá? ¿Para qué me llamaron? —Sus preguntas me bombardean como si fuera un campo de batalla, sus ojos no paran de moverse de un lado a otro, está agitada, odio verla así.

—Mamá pasó algo...

Bajo la cabeza, haciendo que ella también lo haga, su expresión aterrada es lo siguiente que veo, ella suelta mis manos manchadas en sangre y se pone derecha.

Y aunque mis ojos estén a punto de llenarse de lágrimas no cambia su postura, ni mucho menos se atreve a acurrucarme en su pecho para tranquilizarme, de hecho, se aleja unos cuantos centímetros, como si yo fuera un criminal.

Contámelo todo, desde el principio.

Escondo mis manos debajo de la mesa. Respiro profundo, yo sé, que sea lo que sea que le esté por decir, ella me apoyará, puede no demostrarme cariño, puede incluso no quererme, pero no se atrevería a que la conozcan como la madre de un delincuente.

Finalmente suelto el aire, y cuando estoy por decir la primera oración, la puerta de metal vuelve a rechinar.

Mamá y yo miramos en la misma dirección, un oficial acaba de entrar. Mide al menos un metro noventa, tiene varias arrugas en su rostro blanco y unos imponentes ojos celestes. Su expresión es sería, él da unos pasos hacia adelante, saluda a mi madre con la mano y luego toma asiento.

—Hola Marcos. —No respondo, mamá me codea.

—Hola. —Digo en voz baja, mi voz no sirve.

—Muy bien, ¿quieres contarme lo que sucedió esta noche? —Levanto la mirada, leyendo el nombre en su uniforme: "Gomez".

Intercambio miradas con mamá, quien niega deliberadamente.

—¿De qué se lo acusa? —Pregunta con la voz firme.

—Por el momento, de nada. —El policía, de cabello ceniza, responde.

—Muy bien... Entonces nos vamos. —Ella me toma del brazo y obliga a que me ponga de pie.

El oficial extiende su brazo por encima de la mesa, su mano, con nudillos peludos, se abre para que nos detengamos.

—Pero creemos que su hijo es un testigo crucial en el caso. Y no declarar podría considerarse obstrucción de la justicia.

Mierda.

Miro a mamá, no se ve contenta. Su puño libre se cierra y luego, volvemos a tomar asiento.

—Ma, tranquila... —Aunque su expresión sea de absoluta desconfianza, asiente. —Estoy listo. —Agrego mirando al oficial.

—Muy bien, comienza. 

2

8 SEMANAS ANTES

El día estaba nublado, parecía que el pronóstico le iba a pegar por primera vez en la vida, a lo lejos se escuchaban algunos truenos, y cuando Franco y yo llegamos a la parte de atrás del estacionamiento, un par de gotas empezaron a caer.

Me apresuré a correr hacia mí vehículo, me iba a mojar igual, pues no era lo que en realidad me preocupaba, sino que no tenía ganas de comerme el garrón de andar por las calles llenas de barro y tener que lavar la bici después.

La ley del menor esfuerzo, ese soy yo.

Desenganché la cadena y me subí, el asiento ya estaba algo húmedo, mi pantalón se mojó entre mis nalgas, puteé internamente.

—¡Che! —Exclamó Franco atrás mío, me había olvidado que todavía estaba conmigo.

Me di la vuelta, el chico de poco más de uno sesenta y cinco tenía las manos en los bolsillos, me dió cierta ternura, una que perduraría durante el resto de nuestra amistad, yo le llevaba al menos media cabeza, y eso me hacía sentir una extraña mezcla entre gracia y cariño.

Franco era pequeño de estatura, pero se notaba que iba al gimnasio bastante seguido, tenía brazos el doble de grandes que los míos, y una espalda bastante marcada.

—¿Qué? —Respondí finalmente, no quería tratarlo mal, pero el día cada vez se ponía peor.

—¿No querés que te lleve? —Preguntó, mis ojos se iluminaron.

Este pibe no puede ser real, recuerdo pensar.

—Mmm. —Dudé.

—Dale boludo, se está por re largar, te vas a cagar mojando. —Insistió y un trueno lo acompañó. —Aparte, no creo que esa llanta llegue muy lejos. —Señaló mi ya perjudicada rueda delantera.

Miré el cielo, asentí con la cabeza y él sonrió.

—Dale las gracias a la forra de Milagros. —Comenté por lo bajo.

—¿Eh?

—Nada, nada. Vamos.

Y con la bici a un lado, caminé atrás de él hasta donde estaban estacionados un par de autos, Franco se subió a una Hilux gris, me quedé embobado.

—¿Pasa algo? —Me preguntó bajando la ventanilla.

—No, no.

—Bueno, apurá, subí la bici atrás y vamos. —Ordenó, pero no de mala manera, sino al contrario. Sonaba amable.




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