La Lista

Capítulo Cuatro: El lago

1

El rugido del motor y una canción desconocida para mí era lo único que sonaba dentro de la camioneta. Franco seguía masajenado su mejilla en completo silencio. No sabía qué más decir, nunca me imaginé que así terminaría la situación, no era mi intención que él saliera herido.

Señalé un lugar a un lado del camino, habíamos llegado.

Franco observó con una expresión de confusión en su rostro, su boca pronunció un "¿es aquí?" y yo solo pude asentir. No quería arruinar la sorpresa, tenía la esperanza de que lo que estaba a punto de mostrarle cambiaría su estado de ánimo y lo haría sentir mejor.

Fui el primero en bajar, él hizo lo mismo con más lentitud, justo después de tomar una campera de nieve negra de la parte trasera de la camioneta. Parecía que lo estaba dudando. Rodeé la camioneta y me acerqué, su cabeza bajó al suelo, no estaba seguro, pero intuí que le avergonzaba aquel labio roto y ese pequeño moretón en su rostro.

Nunca supe la verdadera razón, pero podían ser dos cosas: Le daba vergüenza haberse vuelto como su hermano o haber "abandonado" la pelea.

Nuevamente no lo di importancia, no estábamos aquí por ninguna de esas razones, por primera vez, lo que iba a hacer no formaba parte de algún plan maestro, era una especie de "ajuste de cuentas", pues él estaba mal por mí culpa, y no podía agregar más remordimiento a mi cabeza.

Ante la expresión de duda en su rostro estiré la mano, le mostré una sonrisa y lo invité a tomarla, no sabía si era lo correcto, pero no se me ocurría otra forma de hacer que me acompañara.

El pelinegro con ojos de perro mojado tomó mi mano, su cuerpo se irguió en ese instante y entonces, mostró una sonrisa.

—Vamos... —Pronuncié. —Quiero mostrarte algo.

Avanzamos por un sendero de tierra que se hacía cada vez más estrecho, los árboles gigantes a nuestro alrededor nos cubrían de las pequeñísimas gotas que caían del cielo. Estaba mucho más fresco que el pueblo, pero decidí ignorarlo, él no pasaría frío con semejante campera y yo, bueno, digamos que podía aguantar.

Continúanos caminando por al menos diez minutos, yo solía hacerlo en cinco, pero Franco no estaba muy animado con la idea de dar un paseo por un bosque en la ramada del culo y con menos de diez grados de temperatura.

Los árboles empezaron a abrirse con lentitud, dejando ver a través de sus hojas el paisaje liberado del lago. Los ojos de Franco se iluminaron, soltó mi mano y tomó la delantera, una pequeña sonrisa yació en mi rostro.

Mi lugar especial estaba frente a nosotros; un lago cristalino oculto dentro de un bosque aún más desolado, con un pequeño muelle de madera oscura construído sobre la leve marea.

Respiré el aire puro de la naturaleza, las aves que descansaban en las copas de los árboles parecían cantar al mismo tiempo, construyendo una cálida melodía, las hojas chocaban entre sí y las pequeñas olas que el viento formaba rompían en la orilla de piedras lisas uniformemente redondeadas.

Escuché el crujir de la madera a unos cuantos metros, Franco estaba corriendo hacia el borde del muelle. Él sacó su teléfono y comenzó a sacar fotos en todos los ángulos posibles. Había dejado de llover, yo caminé hasta él y me senté en la última madera, para mi suerte, no se había mojado lo suficiente. Luego dejé caer mis pies, que quedaron colgando a pocos centímetros del agua.

Volví a respirar y me acosté a mirar el cielo.

—Este lugar es una locura. —Dijo el pelinegro, su voz ya se notaba más animada.

Asentí y volví a apoyar la cabeza en la madera. Unas cuantas fotos después, Franco se sentó a mi lado.

—¿Dónde estamos?

—En el lago escondido, ¿pensaste que el pueblo se llamaba así porque pintó?

—Nunca me hubiera imaginado que eran tan literales.

—Digamos que no se mataron pensando el nombre.

Miré hacia adelante, tres gansos nadaban en el medio del lago, mientras que un par de gaviotas surcaban las copas de los árboles y bajaban a toda velocidad hacia el agua con la intención de atrapar algo de comer.

—Igual, está épico.

—Sep, y hiper alejado, sin datos móviles y apenas señal en el celu, si te quisiera matar nadie se enteraría. —Bromeé reincorporándome, ambos estábamos a la misma altura. —Igual tranqui, acá vengo a despejarme, no a matar gente.

—¿Te venís desde el pueblo en tú bicicleta? —Cuestionó, yo solo asentí. —Sos un sacado, ¿a cuantos kilómetros...?

—Ocho. —Respondí. —El camino es largo, pero solo vengo cuando en verdad necesito paz, es un muy buen lugar para sacarse todo lo de adentro.

—¿Qué querés de-? —Pero no dejé que terminara, lancé un grito tan fuerte que hizo chillar mis cuerdas vocales, Franco se inclinó hacia el lado contrario de mí, acaba de llevarse alto susto.

—¡¿Estás loco?! —El pelinegro golpeó mi brazo con bastante fuerza.

—Dale, inténtalo. —Lo animé. —Sacá toda la bronca que tengas.

Su rostro expresaba duda, me puse de pie y como ya se había vuelto una costumbre, estiré mi mano para que la tomara.

Franco copió mi acción, di un paso hacia un lado y me puse detrás suyo, tomé sus hombros con delicadeza y lo hice mirar al frente.

—Tenes todo este lugar para descargarte, nadie te va a juzgar, sentite libre, no du-.

—¡Ahhhhhh! —Su grito hizo eco en cada punto del bosque, una bandada de golondrinas salió disparada de la copa de uno de los tantos árboles, sentí su torso hincharse y luego encogerse como una pasa de uva.

Inconscientemente sonreí, iba a decir otra cosa, pero un segundo grito me tomó por sorpresa, era extraño, pero podía sentir la energía que recorría su cuerpo entrar en el mío. Me puse a su lado y lo acompañé con otro grito.

Te odio Joaquín Gomez. Recuerdo pensar al seguramente dañar mi garganta para siempre. Franco se giró para verme, en su rostro yacía una sonrisa acompañada de unos ojos cristalizados. Te odio Carla Villán. Volvimos a gritar, nuestros cuerpos ya estaban separados, pero juro que algo más nos conectaba. Te odio Darío Vega. Continuamos gritando hasta que mi garganta empezó a arder.




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