El mensaje sigue ahí.
Tres palabras.
Secas. Corteses. Letales.
“Cuídate mucho.”
No hay un “perdón por cómo terminó todo”.
No hay un “espero que seas feliz”.
Ni siquiera un emoji para amortiguar el golpe.
Solo eso: cuídate mucho. Como si fuésemos dos extraños que compartieron un ascensor y un par de cafés. Como si no hubiésemos reído hasta llorar en su cocina, compartido playlists, secretos, silencios cómodos y el maldito pan tostado con aguacate que juré que no volvería a comer… hasta que me lo preparó él.
Y como idiota funcional con título universitario, todavía lo releo.
Luna —mi gata negra adoptada en pleno colapso emocional post-boda de Marta— me observa desde el sofá con esa mezcla de indiferencia felina y superioridad moral que solo los gatos y las madres dominan a la perfección.
Sí, probablemente me lo advirtió.
Ella y Lucía y hasta Isa, con sus agendas color pastel y sus frases tipo “no te enredes, amiga”.
Pero yo, necia y optimista, decidí seguir adelante.
Con la lista.
Con las citas.
Con todo.
Treinta hombres antes de cumplir treinta.
Noventa y dos días.
Un experimento. Un juego. Un desastre.
La idea era simple: recuperar el control. Demostrar que podía tomar las riendas de mi vida amorosa en vez de esperar a que alguien más lo hiciera. Quería tener historias, reírme, vivir algo distinto... y tal vez, solo tal vez, la posibilidad de enamorarme sin miedo.
Y entonces apareciste tú.
El que no figuraba en la lista.
El que me sacó del guion.
El que, después de todo, solo dijo:
“Cuídate mucho.”
Y sí. Me voy a cuidar.
Pero antes… voy a contarlo todo.