La Lista de los 30

Capítulo 1

“¿Y tú para cuándo?”
Cinco palabras. Tres copas. Cero sutileza.
Y una punzada tan afilada como los tacones que decidí estrenar hoy, que me están haciendo arrepentirme de cada paso desde que entré en este salón de eventos disfrazado de cuento de hadas con presupuesto limitado.

La tía Carmen, con su moño perfectamente apretado y su cara de yo solo digo lo que pienso, me sonríe desde su mesa mientras se lleva otra croqueta a la boca. Yo le respondo con la misma sonrisa que perfeccioné en las reuniones familiares: una que parece amable, pero que por dentro grita “me voy a lanzar por la ventana”.

—Ya casi, tía —le contesto, como quien dice ya casi llega el fin del mundo.
Ella asiente, como si supiera algo que yo no. Como si tuviese acceso directo al calendario de bodas de mi futuro.

Respiro hondo. Me bebo lo que queda de mi cava tibia y busco a Marta.

Mi amiga de toda la vida está preciosa. Radiante. Casi irreal con ese vestido blanco que le sienta como si hubiese nacido con él puesto. Y no me malinterpretes: estoy feliz por ella. De verdad.
Solo que mientras la veo bailar con su recién estrenado marido —un tipo encantador, culto, con buena dentadura y, por si fuera poco, veterinario— no puedo evitar preguntarme si estoy viendo una historia de amor… o una película en la que olvidaron darme un papel.

Y lo peor no es eso.
Lo peor es que no tengo a nadie a quien contarle todo esto.
Isa llegó tarde con su nueva cita. Lucía no pudo venir porque está en París cerrando un contrato. Y yo, con mi vestido azul marino y mi lista mental de frases ensayadas para evitar el “¿sigues soltera?”, he tenido más conversaciones con los camareros que con los invitados.

Me siento en la mesa 7, rodeada de un grupo de conocidos de la universidad que claramente están en otro capítulo vital: bebés, hipotecas, colegios trilingües, y conversaciones tipo “nosotros estamos viendo opciones para tener el segundo en primavera”.
Yo me limité a asentir mientras pensaba en el segundo… pero el segundo cóctel.

—Perdona —le digo a un camarero—, ¿me puedes traer otra copa?

Ni siquiera pregunto qué es. Solo sé que la necesito. Urgente.

Y ahí es cuando sucede.

Marta sube al pequeño escenario montado junto al DJ, micrófono en mano, mejillas rosadas de felicidad y burbujas. La música baja. Todos giran la cabeza hacia ella.

—¡Gracias a todos por estar aquí! —dice, emocionada—. ¡Hoy es el día más feliz de mi vida!
(Por supuesto que lo es. Está casada, en forma, y su suegra es decoradora de interiores. Ganó la lotería y encima sonríe como si nada).

—Y no quiero dejar pasar la oportunidad de dedicar unas palabras muy especiales a una persona sin la cual yo no sería quien soy…

Mi corazón se detiene por un segundo.
Marta me mira.
Oh no. No, no, no.

—¡A Laura Fernández!

Aplausos. Silbidos. Incluso alguien grita: “¡que se bese con el DJ!”

Yo sonrío como puedo, alzo mi copa, e intento parecer halagada. Pero por dentro, algo se rompe.

—Laura ha estado conmigo en todos los momentos importantes: cuando suspendí latín, cuando terminé con Hugo, cuando me mudé a Madrid… Siempre ha estado ahí. Apoyándome. Haciendo bromas. Y recordándome que no hay que tener miedo a ser una misma.

Otra ronda de aplausos.
Y luego, la frase final. La que me remata.

—Y sé que muy pronto le llegará su momento. Porque ella se lo merece. Porque el amor le va a llegar. ¡Claro que sí!

Brindis. Gritos de “¡salud!”. Alguien me da una palmadita en la espalda.
Y yo solo pienso: me están aplaudiendo por seguir soltera. Como si fuese una fase. Una enfermedad. Una etapa que inevitablemente debo superar.

Salgo del salón con la excusa de que necesito aire.

La noche está fría. El jardín está vacío. Y yo respiro por primera vez en horas.
Saco el móvil. Treinta notificaciones. Cero ganas.
Isa me ha escrito: “¿todo bien? Tu cara era un poema”.

Le respondo con un emoji de uva. Porque no tengo energía para más. Porque ya no sé qué más decir.

Y es en ese momento, sentada en una banca de piedra, con el tacón izquierdo rozando el colapso estructural, cuando una idea empieza a tomar forma.
Estúpida. Impulsiva. Totalmente imprudente.

Pero mía.

Valencia a medianoche tiene algo de cruel cuando llevas tacones, una decepción emocional y dos copas de más.

El taxi me deja en la esquina de mi calle porque hay obras. Valencia siempre está de obras. Igual que mi vida: en constante reforma, sin presupuesto y con muchos tramos intransitables.

Me quito los tacones en cuanto piso la acera. Ni glamour, ni pose de portada de revista. Solo una mujer cargando su bolso como si fuera el cadáver de sus expectativas.

Doblo la esquina y la veo.

Una gata. Negra. Pequeña. Despeinada y con cara de saber más de la vida que yo.

Está sentada sobre el felpudo de mi portal. Me mira. Parpadea lento. No se mueve.

—¿Y tú qué? ¿También te plantaron esta noche?

Se me queda viendo, como si entendiera. Como si no necesitara maullar para decir: “no me llames gata abandonada, que tú vas por el mismo camino”.

La intento esquivar. Ella no se mueve.

—No muerdas. No soy buena con finales.

Saco la llave. Ella entra al edificio antes que yo. Como si lo tuviera claro. Como si fuera su casa.

—Oye, eso no fue una invitación…

Sube las escaleras conmigo. Se detiene en el rellano. Me espera. Se cuela tras de mí al abrir la puerta y salta directamente al sofá.
Como si viviera allí. Como si me conociera de antes.

—Perfecto. Ni los gatos respetan mis límites.

Cierro la puerta. Me quito el vestido. Me pongo un pijama viejo con elástico dado de sí. Me sirvo un té que no me tomaré. Y me siento en el suelo, de espaldas a la puerta, con los pies fríos y la cabeza llena.



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En el texto hay: chicklit

Editado: 23.07.2025

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