Lunes, 11:54 a. m.
Oficina.
Mi día iba regular. Café frío, pestañas mal rizadas y una videollamada en la que Javier utilizó las frases “sinergia transversal” y “impacto core” sin pestañear.
Pero entonces suena mi móvil. Número desconocido.
Y como toda persona adulta con ansiedad funcional, mi primer instinto es no contestar jamás.
Vibra una segunda vez. Y una tercera.
—¿Sí? —digo al fin, con voz de quien finge tener el control.
—¿Señorita Laura Fernández?
—Sí, soy yo.
—Le llamo del Banco Castellano para informarle de un movimiento inusual en la cuenta de doña Pilar Beltrán. ¿Es usted su apoderada?
Me quedo en blanco. Eso no me lo esperaba.
Doña Pilar Beltrán es mi abuela.
Una señora de ochenta y seis años que solo confía en los bancos con suelo de mármol, odia las transferencias digitales y cree que Bizum es el nombre de un demonio menor.
—Eh… sí. ¿Qué tipo de movimiento?
—Un ingreso de quinientos euros desde una cuenta externa no habitual, seguido de una transferencia inmediata a una ONG con sede en Letonia.
—¿Perdón?
—La señora Beltrán vino personalmente a la oficina esta mañana —continúa él, con voz tan firme que podría leer comunicados de la ONU—. Llevaba una carpeta verde y dijo que “el mundo se va a la mierda, y alguien tiene que hacer algo”.
Sí. Suena exactamente a mi abuela.
—Le informo por protocolo. La operación ya está realizada, pero nos pareció prudente contrastarlo con la persona autorizada.
Respiro hondo.
Y me permito algo que no hago casi nunca en llamadas con desconocidos: relajarme un poco.
—Gracias. Y… ¿usted es?
—Marcos Gutiérrez. Soy su gestor asignado desde hace unos meses.
Marcos Gutiérrez.
Tiene nombre de persona seria. De esas que comen a las dos, usan calcetines sin agujeros y jamás escriben con boli rojo.
—Le agradezco mucho la llamada, Marcos. Y siento que mi abuela haya… comprometido la estabilidad del sistema bancario internacional.
¿Lo he dicho en voz alta?
—No se preocupe —responde, sin rastro de risa pero con algo diferente en el tono—. Su abuela es… decidida.
—Ese es el adjetivo diplomático del año.
Un breve silencio.
Y entonces ocurre.
No sé cómo ni por qué, pero siento que él sonríe.
No lo oigo. Lo intuyo. Lo siento en la forma en que respira, en cómo cambia la entonación.
Y por un segundo, me sorprendo pensando: qué voz tan bonita tiene este hombre.
Una voz de las que no gritan. Una voz que escucha.
—Cualquier cosa, puede llamarme directamente. Le dejo mi contacto en este número.
—Gracias, Marcos.
—Un placer, Laura. Buen día.
Y cuelga.
Yo me quedo mirando el teléfono como si acabara de recibir un mensaje encriptado.
¿Por qué esa voz me ha provocado mariposas?
¿Estoy tan desesperada que una llamada bancaria me parece romántica?
Me río sola.
Y escribo a Isa:
“Mi abuela ha donado dinero a una ONG en Letonia y ahora estoy enamorada del tipo que me lo contó.”
Isa responde con tres palabras:
“¿Está bueno o tiene buena voz?”
Lunes, 20:02. Restaurante japonés moderno en Ruzafa.
La cita #6 llega puntual y oliendo a una mezcla entre ego, perfume de diseñador y anís estrellado.
Se llama Adrián. Es influencer. Tiene más seguidores que neuronas en pausa.
Y ha venido con trípode. Porque claro, hay que grabar “momentos reales” con buena iluminación.
—¿Te importa si hacemos un story antes de pedir?
Me importa. Pero asiento.
Y sonrío como una mujer al borde del colapso emocional que finge tener vida plena para no decepcionar al algoritmo.
20:15. Restaurante japonés. Ruzafa.
—¿Puedes girar un poco el plato hacia la derecha? Así. Perfecto.
—¿El sushi tiene un lado bueno? —pregunto, todavía con el abrigo puesto.
—Todo tiene un lado bueno. Hay que saber buscar el ángulo.
Adrián hace zoom, enfoca, y suelta una frase profunda:
—Este maki representa la belleza efímera del presente.
Lo dice como si estuviera citando a un monje budista. Pero lleva calcetines de Pikachu.
Mientras él edita la foto para su story, yo contemplo el menú como quien estudia la tabla periódica para salvar su vida.
Quiero comer, pero no sé si está permitido sin ser grabada.
—¿Y tú qué haces? —me pregunta por fin.
—Trabajo en una consultora. Nada interesante.
—Todo puede ser interesante si sabes contarlo.
—¿Tú qué haces además de… esto?
—Soy creador de contenido. Pero también coach de bienestar relacional. Ayudo a la gente a conectarse consigo misma para conectar mejor con los demás.
—¿Y eso cómo se hace?
—Alineando los deseos con la acción. Elevando la vibración. Escribiendo afirmaciones. Abrazando el desapego.
—Suena a meditación con Wi-Fi.
—Exacto. Estoy preparando un curso sobre sexualidad consciente con mi ex. Se llama “Desnudos del alma”.
Pausa.
¿Sexualidad consciente? ¿Con su ex? ¿Para ayudar a otros?
¿Estoy en una cámara oculta?
La conversación continúa. O mejor dicho, monologa.
Adrián habla del algoritmo como si fuera un dios caprichoso.
Del ayuno intermitente como si fuera la respuesta a la crisis existencial.
Y de su infancia como si la hubiera convertido en contenido premium.
Yo asiento, bebo sake y hago listas mentales:
Cosas que prefiero hacer antes que repetir esta cita:
– Armar muebles de IKEA sin instrucciones
– Ver videos de colonoscopias con fines educativos
– Pasar una semana sin Wi-Fi
En un momento dado, se interrumpe a sí mismo para decir:
—Tienes una energía interesante. Un poco bloqueada, pero intensa.
—Gracias… creo.
—¿Has probado terapia con sonidos cuánticos? Yo puedo guiarte si te abres.