Sábado, 13:07. Restaurante vegano con plantas colgantes y camareros tristes.
La cita #9 huele a comida sin sal y promesa de domingo tranquilo.
Él se llama Daniel. Veterinario. Sonrisa fácil. Voz cálida. Camisa bien planchada y una pulsera de tela deshilachada en la muñeca derecha, como si quisiera recordar que alguna vez fue hippie antes de declararse pro quinoa.
—¿Tienes alguna alergia alimentaria? —me pregunta, con una dulzura que parece de serie limitada.
—Solo emocional. A los tipos que desaparecen sin despedirse o a los que hablan solo de sí mismos.
Ríe. De verdad.
Y eso ya lo pone varios peldaños por encima del promedio.
Durante la primera media hora hablamos de cosas agradables: animales abandonados, libros de Murakami, la vez que casi se traga una gasa mientras operaba un gato.
Es atento. Me mira a los ojos. No interrumpe.
Y encima me habla de Luna como si la conociera.
—Me encantan los gatos negros —dice—. Son incomprendidos. Pero tienen una sensibilidad especial.
Y yo asiento, porque sí, eso también es adorable.
Todo en él lo es.
Pero por alguna razón, siento que estoy en una conversación perfecta sin el más mínimo voltaje.
Como ver una película de domingo con final predecible.
Todo bien, todo correcto. Pero nada que me acelere el pulso.
14:41. En la sobremesa.
—¿Tú crees en las señales? —me pregunta, mientras revuelve su infusión de cúrcuma con una ramita de romero que parece innecesaria y decorativa.
—A veces. Otras creo que son solo maneras de justificar decisiones impulsivas.
—¿Como hacer treinta citas antes de cumplir treinta?
Lo dice con una media sonrisa.
Yo me congelo un segundo.
—¿Quién te dijo eso?
—Lucía me lo insinuó en su momento. Pero tranquila, no me asusta. De hecho, me parece valiente.
¿Valiente o desesperado?
No lo pregunto. Solo sonrío.
Daniel no tiene la culpa. Él está siendo encantador. Y sincero. Y disponible.
Pero yo estoy... ausente.
Y eso también es una señal.
Domingo, 13:15. Piso de la abuela, Valencia.
—Hazme caso, Laura. Si tu cita era veterinario, bien parecido y educado, y no te dieron ganas de besarlo, deberías revisar tus hormonas —dice mi madre mientras revisa la cocción del arroz al horno.
—A lo mejor tengo el detector de carisma dañado —respondo, sentándome en la mesa con una copa de vino que claramente va a desaparecer rápido.
—O a lo mejor estás esperando que aparezca un príncipe de cuento. Y la vida no es así, hija. A tu edad yo ya tenía dos hijos y una hipoteca. Bueno, tres si contamos al gato.
—Exacto. Y luego pasaste quince años preguntándote si habías elegido bien.
—Eso fue otra época —responde mi madre, como si las épocas fueran excusas portátiles para cada contradicción.
Mi abuela interrumpe desde la silla tapizada con flores bordadas:
—No discutáis. Vamos a comer como Dios manda y a agradecer que no estamos solas.
—¡Gracias, yaya! Al menos alguien me comprende.
—No, cariño. Me refería a que yo tengo a esta casa, la televisión y a Antonia, la vecina del segundo, que me hace croché y me trae caldo. Tú, en cambio, tienes una gata. ¿Cómo se llama?
—Luna.
—Eso. Pues dile a Luna que te empiece a pagar el alquiler, porque la vida no es solo ronronear.
Mi madre ríe.
Yo también. Pero por dentro empiezo a encogerme.
14:03. Almuerzo.
El arroz está delicioso. Como siempre.
Mi madre no sabe gestionar afecto, pero cocina como si lo compensara.
—La hija de Carmen, la del gimnasio, se acaba de casar con un cardiólogo. Lo vi en Facebook. Qué guapo él, y qué elegante ella con ese vestido de corte sirena…
—¿No era la que se fue a Tailandia a encontrarse a sí misma? —pregunto.
—Sí. Y mira, se encontró un marido. A veces hay que cambiar de continente para encontrar algo decente.
—O a veces no es el continente, sino que una no está buscando lo mismo.
—¿Y tú qué estás buscando?
Esa.
La pregunta del millón.
Mi madre la lanza como quien deja caer las llaves en el plato de cerámica: sin mirarme, sin intención de herir, pero sabiendo exactamente lo que provoca.
—No lo sé aún —respondo con sinceridad.
—Pues que no te pille el toro —dice.
—Tranquila. Si me pilla, que al menos sea guapo.
15:11. En la salita.
Mi abuela me sirve café en su vajilla buena “porque hay que usarla, que al final la vida se pasa sin estrenar”.
Luna no ha venido conmigo, pero me escribo mentalmente una carta para cuando llegue a casa:
“Querida Luna, hoy me han comparado con la hija de Carmen, con una taza de porcelana y con una mujer tailandesa. Y todo en menos de una hora.”
—Yo solo quiero verte feliz, Laura —dice mi madre, bajando el volumen del programa de cotilleos.
—Lo sé.
Y es verdad.
Ella no quiere hacerme sentir mal.
Solo quiere que encaje en su definición de bienestar.
Con un trabajo digno, un marido digno y unos hijos que coman verdura y vayan al conservatorio.
Pero lo que yo quiero no cabe en sus frases hechas.
No todavía.
Y quizás tampoco más adelante.
17:02. Camino a casa.
El sol cae entre las fachadas antiguas de Ruzafa.
El aire huele a domingo y a madalenas de horno ajeno.
Reviso el móvil.
Un mensaje de Lucía:
“¿Cómo fue con el veterinario adorable? ¿Hubo mariposas o solo ronroneo amistoso?”
Respondo:
“Ni mariposas, ni tragedia. Fue como leer un buen libro sin ganas de releerlo.”
Guardo el móvil.
Subo las escaleras.
Luna me espera en la alfombra, estirada como si tuviera la propiedad del tiempo.
La miro.
Y le digo:
—Hoy me preguntaron qué estoy buscando.
No respondí bien.
Pero contigo… al menos, siempre sé que estoy en casa.