Dicen que en la vida las mejores sorpresas son las que menos esperas, es verdad, pero también aplica para las peores, y quería que dejaran de pasarme. Tenía veinticuatro años cuando me dí cuenta que estaba viviendo la vida como si estuviera muerta, así que elegí hacer una lista de las cosas que nunca hice, y ahora, estaba decidida a hacer. Divertirme y alocarme con un poco de adrenalina, después de tanto redimirme.
Cuando terminé la lista, decidí que la vida, al menos para mí, es demasiado dura para seguir.
Sentía que estaba encima de una soga elástica, estirándose hasta que no puede más y me manda al cielo como si mi cuerpo no tuviera peso, y cuando llego al punto más alto, desciendo hasta atravesar la tierra, me lastimo, y me vuelvo a subir. Es automático, no tiene mi voluntad. Por eso a mis casi veinticinco, estoy escribiendo mi carta de suicidio, y recuerdo cada día de mi vida. Qué cliché.
La tinta azul marca el papel con mi linda letra cursiva escribiendo cosas tan horribles. Mamá, papá, perdón por no haber sido más fuerte. Fueron buenos papás y sé que yo fui una buena hija, pero ahora, no puedo soportar más, no sé cómo dejar de pensar en mis males; me atormentan todos los días.
Mis amigos me traicionaron, y el amor… Bueno, lo que yo creía que podía ser amor, me golpeó. El tiempo que pasé en la vida, mi cuerpo fue débil.
A vos que estás leyendo o escuchando mi historia, no tenés que sentir lástima, fui feliz, entre mentiras, pero lo fui. Y aunque no cumplí mis más fervientes sueños, de la mano de personas que amaba y amo, aunque me hayan decepcionado, se podría decir que aguanté bastante.
Hay tantas cosas que me gustaría contarte que no sé por dónde empezar. Perdón si las mezclo. Definitivamente no es una decisión fácil acabar con tu vida, pero a veces sentís que no tenés salida. Me gustaría pensar como esos escépticos, esas personas que todo les chupa un huevo, que controlan sus sentimientos y a veces fingen no tenerlos, al punto que parece que de verdad no tienen. Siento cómo el vello de mis brazos se erizan, tiemblo, pero quiero controlarme hoy más que nunca. Te voy a contar un poco lo que me llevó a esto, los hechos que marcaron mi vida, tanto buenos como malos; por favor, disculpá que sean más los malos.
La mañana que me levanté para iniciar la travesía con las chicas, fue inusualmente fría. Un día de invierno, como cuando nací, pero era un frío tosco sin una gota de humedad. Me vestí y revisé si todo lo que tenía que llevar estaba en las mochilas. Tenía que encontrarme con Mariana y Eliza a las diez de la mañana para tomar el tren y viajar a Bahía Blanca, para después ir en ómnibus hasta Santa Cruz porque ya saben, es más barato así que ir directamente. Estaba lista, pero me quedaba media hora.
Me senté encima de un bolso y me acordé de mi niñez. Suelo meditar mucho que tengo que salir de mi casa, hacerme a la idea, porque no sé, me da ansiedad social. No puedo salir de una aunque esté llegando tarde. Así que eso hice, me distraje pensando en otra cosa hasta que mis manos dejaron de sudar, hasta que el aliento volvió a mi cuerpo, hasta que se hizo la hora, y tuve que partir. Abandoné mi casa como si fuera extraña, pero en el camino a la terminal seguí pensando en eso.
Cuando era chica vivía en un lugar que podría considerarse como campo, había casas, o más bien chozas, de solo planta baja y no existía el asfalto. Fui una bebé muy débil por problemas en el útero de mi mamá. Casi muero en el vientre. Años después me enteré que mi mamá había tenido una infancia y adolescencia en extremo dolorosa repleta de abusos, con lo cual su cuerpo quedó deshecho y aunque le dijeron que podía abortarme para estar mejor, me tuvo. Ojalá eso no hubiera pasado, así ella estaría mejor. Nací por cesárea por complicaciones y estuve internada un tiempo. A la semana de nacer tuve varicela y mi cuadro empeoró, además convulsioné dos veces. Les dije que no tengo una salud de diez. Perdón. Me dio trabajo hacer cosas simples como caminar. Mis huesos eran frágiles y yo muy flaquita. Pero fui avanzando.
Con mis padres unidos, éramos una familia hermosa. Tenía amigos y me llevaba bien con todos. Pero... tuvimos que mudarnos a la ciudad. Fue un cambio grande, ahora íbamos a vivir en otra casa e iba a conocer nuevas personas. Tenía cinco años.
Mis papás trabajaban mucho y por eso los veía poco tiempo, pero eran los mejores. Yo era una nena muy inocente viviendo en una utopía, no me di cuenta que ellos no se aguantaban, creo que tenía que darme cuenta que todas esas discusiones eran por su disfuncional relación que seguía a medio vivir por mí. Una falsa familia completa. Mamá estaba rota y papá le era infiel. Escuché a alguien decir una vez, que la verdad hace que todo lo demás parezca mentira, es así.
Por ahí mis problemas de autoestima empezaron cuando me inscribieron a jardín de infantes en la ciudad. De verdad quería caerle bien a todos y hacer amigos, pero no fue así. Desde el principio me hacían a un lado por mi color de piel, es como leche chocolatada, así le digo, o café con leche, no soy muy morena pero tampoco blanca. Me ponían apodos horribles y se alejaban de mí. Me decían negra caca, fea, esclava, piojosa, no se acerquen a ella o les va a contagiar su fealdad, no me compartían los juguetes y me acusaban de chorra cuando algo se perdía. Una tarde me cansé y a una chica le contesté llamándola olor a pis y me pegó, le conté a mi mamá y me dijo que no me defendiera para no meternos en problemas, así que seguí aguantando. Pasé ese año sola hasta comenzar primaria, y para mi sorpresa, no fue diferente. Lo único nuevo eran los apodos; mona, villera, tonta, ñoña, estúpida, boluda, tarada, narigona, pelos de alambre. Mi pelo es horrible, no me gusta, no tiene forma pero ellos tampoco eran perfectos, solo se desquitaban conmigo, chicas y chicos. Tenía que estar ocho horas en esa escuela. A veces odiaba ser como soy, odiaba mi color y me preguntaba, ¿por qué soy toda marrón? Ojos, pelo y piel. Me odié por ser diferente. Era una nena tratando de encajar, eso lo aprendí de grande cuando me pregunté, ¿por qué no me supe amar? Un día volví a decirle a mi mamá que los chicos me molestaban por eso, su contestación no fue la mejor. Me dijo que coma lechuga para que los ojos se me pongan verdes, yo odiaba la lechuga, pero le creí así que lo hice. Sin darnos cuenta, alimentamos la falta de amor propio intentando cambiar para atraer a los demás. Qué tontas. Y obvio, me di cuenta de grande cuando los ojos nunca se me pusieron verdes, y seguía odiando la lechuga.