El bosque al este de Valdoria se extendía como un mar de sombras verdes, profundo y antiguo. A esas horas, el sol apenas se filtraba entre las ramas, pintando el suelo con reflejos dorados. Lyra caminaba descalza sobre la hierba húmeda, con la cesta colgando de su brazo y el corazón latiendo tranquilo.
Era su lugar favorito en el mundo: ahí no existían las jerarquías, los impuestos ni las órdenes de los nobles. Solo el susurro del viento y el murmullo de las hojas.
Mientras recolectaba las flores de arcania —una planta medicinal de pétalos dorados—, un olor extraño la hizo detenerse. No era el aroma dulce del bosque, sino algo más denso… humo.
Lyra dejó la cesta en el suelo y alzó la vista. A lo lejos, una columna gris se elevaba por encima de los árboles. El miedo la atravesó, pero sus piernas se movieron antes que su mente. Corrió.
El aire se volvió pesado, y el suelo crujía bajo sus pasos. Cuando llegó al claro, el fuego devoraba una carreta rota. No había nadie a la vista, salvo un hombre que intentaba apagar las llamas con su capa.
No era un aldeano. Su vestimenta, aunque cubierta de hollín, dejaba ver telas finas y una insignia de oro grabada con el emblema real. Un soldado del castillo.
—¡Aléjese! —gritó el hombre sin mirarla, tosiendo entre el humo—. ¡Esto no es seguro!
Pero Lyra no se movió. Tomó un cubo que descansaba cerca del arroyo y lo llenó de agua con rapidez.
—Si quiere apagarlo, deje de gritar y ayúdeme —respondió con firmeza.
El soldado la miró con sorpresa. No estaba acostumbrado a recibir órdenes de una campesina. Pero antes de responder, una voz grave se alzó detrás de ellos:
—Déjala. Tiene más sentido común que tú.
Lyra giró y se encontró con un joven de cabello oscuro y ojos del color del acero. Su porte era elegante incluso bajo la ceniza, y había una autoridad natural en su manera de hablar.
Aldric.
Lyra no lo reconoció de inmediato. Para ella, era solo un desconocido en medio de un incendio. Pero él sí la notó. Había algo en esa chica, en su forma de enfrentarse al peligro sin miedo, que lo desconcertó por completo.
Juntos apagaron las últimas brasas. El silencio posterior fue tan intenso que ambos pudieron oír sus respiraciones entrecortadas.
—No debería estar aquí —dijo Aldric, limpiando el hollín de sus manos—. Es peligroso.
—Y usted tampoco —replicó Lyra con una leve sonrisa—. A menos que los nobles ahora patrullen bosques por diversión.
Aldric arqueó una ceja. Había osadía en sus palabras, pero no burla.
—Digamos que buscaba respuestas.
—¿Y las encontró?
—Tal vez —respondió, mirándola directamente—. Aunque no las que esperaba.
Un sonido rompió el momento: el crujido de ramas al otro lado del claro. Ambos se tensaron. Una figura encapuchada se deslizaba entre los árboles, observándolos. Antes de que pudieran reaccionar, el extraño extendió una mano y una llamarada negra cruzó el aire, rozando la capa del príncipe.
Lyra gritó y se lanzó hacia él, empujándolo fuera del alcance del hechizo. La explosión los lanzó al suelo. Cuando Aldric levantó la vista, la figura ya había desaparecido entre las sombras.
El príncipe respiró con dificultad.
—Eso… eso era magia.
Lyra lo miró, aún temblando.
—Entonces los rumores son ciertos. El fuego está volviendo a Valdoria.
Y entre el olor a humo y ceniza, Aldric supo que esa muchacha, desconocida y valiente, acababa de cambiar su destino para siempre.