La Llama Del Destino

Ecos del Hechicero

El amanecer siguiente llegó cubierto de niebla. En los pasillos del castillo, el eco de los pasos del príncipe Aldric resonaba con impaciencia. No había dormido. Las imágenes del bosque —el fuego negro, la figura encapuchada y aquella joven que se había lanzado a salvarlo sin pensarlo— lo habían perseguido toda la noche.

—Majestad, ¿se encuentra bien? —preguntó el capitán del ejército, inclinándose.
—No. Pero eso no importa —respondió Aldric, cruzando el salón del consejo—. Quiero informes de lo que ocurrió en el bosque oriental. Hoy.

El capitán asintió, aunque su mirada era vacilante.
—No encontramos rastro de atacantes, solo ceniza… y marcas en el suelo. Como si la tierra hubiera ardido desde adentro.
Aldric apretó los puños.
—Entonces no fueron bandidos.

Un silencio incómodo cayó sobre la sala. Nadie quería pronunciar la palabra que todos temían. Hechicería.
El príncipe se acercó a la ventana y observó las torres del reino desaparecer entre la neblina.
—Mi padre no puede saberlo todavía —dijo con firmeza—. Hasta que esté seguro.

Pero por dentro sabía que aquello solo era el principio.

En la aldea, Lyra despertó con el cuerpo adolorido. El recuerdo del incendio y de aquel joven misterioso que había combatido junto a ella seguía grabado en su mente. Se levantó despacio, frotándose los brazos, y salió a buscar agua.
El bosque parecía distinto. Más callado. Casi expectante.

Mientras se agachaba junto al río, un susurro rompió el silencio. No era viento. Era una voz.
—El fuego te eligió, Lyra…

Lyra se giró de golpe, pero no vio a nadie. Solo un reflejo oscuro en el agua, como si las sombras tuvieran forma.

Tragó saliva.
—¿Quién eres?
La voz se rió, profunda, como si viniera de todas partes y de ninguna.
—Alguien que perdió una corona… y piensa recuperarla.

El agua se tiñó brevemente de rojo, y la visión desapareció.

Lyra cayó de rodillas, respirando con dificultad. El aire olía a hierro y ceniza. Supo, sin entender del todo cómo, que aquello tenía que ver con el fuego que había visto el día anterior. Y con ese joven de ojos grises que se había cruzado en su camino.

Esa misma tarde, Aldric regresó al bosque acompañado por dos guardias. Buscaba respuestas, pero lo que encontró fue silencio. Hasta que una pequeña flor dorada, marchita en el suelo, llamó su atención. La reconoció al instante. Era la planta que la muchacha había estado recogiendo antes del incendio.

Se inclinó, la tomó entre los dedos y murmuró:
—Lyra…

—¿Disculpe, Alteza? —preguntó uno de los soldados.
Aldric se irguió.
—Nada. Volvamos al castillo.

Mientras se alejaban, una figura los observaba desde las sombras del bosque. Su capa ondeaba como una mancha de humo, y sus ojos brillaban con un resplandor carmesí.

El Hechicero sonrió.
—Así que el destino vuelve a tejer sus hilos… Perfecto.




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