El sol apenas despuntaba sobre las torres del castillo cuando Aldric despertó sobresaltado, con el corazón acelerado y el sudor empapando su frente. En su mente resonaba aún el eco de una voz desconocida, susurrando su nombre entre las sombras. Una voz que, aunque jamás había oído, le resultaba extrañamente familiar.
Mientras el joven príncipe trataba de recuperar la calma, en las afueras del reino, Lyra recorría los estrechos senderos del bosque con un propósito claro: encontrar las hierbas que podrían aliviar el dolor de su madre enferma. Llevaba días sin dormir bien, sintiendo el peso de una inquietud inexplicable. El aire olía distinto… más denso, más oscuro. Como si algo antiguo hubiera despertado.
En el castillo, los consejeros del rey hablaban en susurros sobre señales que no podían ignorar: animales que desaparecían sin dejar rastro, las aguas del río volviéndose turbias, y un extraño resplandor que había aparecido en la montaña prohibida. El nombre de un antiguo enemigo comenzó a resonar entre los muros: Elarion, el hechicero exiliado hace décadas por intentar usurpar el trono con magia prohibida.
Aldric, inquieto por los rumores, decidió descender al pueblo disfrazado, como solía hacer en su niñez, para escuchar de primera mano lo que la gente decía. Fue entonces cuando la vio.
Lyra caminaba por el mercado con la cesta de hierbas en brazos, su cabello oscuro trenzado descuidadamente, y su mirada fija en el suelo para evitar las miradas curiosas. A pesar de la multitud, él la notó al instante. Había en ella algo que lo obligó a detenerse… una energía que no entendía, pero que lo atraía con fuerza.
El destino, caprichoso como siempre, los volvió a reunir. Pero esta vez, el encuentro no fue casualidad. Elarion observaba desde lejos, oculto entre sombras que se retorcían a su alrededor como humo viviente. Sonrió, satisfecho.
—Así que la llama ha vuelto a encenderse —murmuró, su voz rasgando el aire—. Y con ella, la maldición despertará.
Esa noche, mientras la luna teñía el cielo de plata, un cuervo negro se posó en la ventana del príncipe y dejó caer un trozo de pergamino con un sello antiguo: el emblema del hechicero.
Aldric lo desplegó, y solo una frase lo esperaba:
“Nada que arda en el destino puede ser apagado.”
El reino de Selyria se preparaba para una guerra invisible, tejida entre la luz y las sombras…
Y sin saberlo, Lyra y Aldric acababan de encender la chispa que cambiaría su mundo para siempre.