La tarde caía lentamente sobre Selyria, tiñendo el cielo de tonos violeta y dorado. En el mercado del sur, las voces de los comerciantes se mezclaban con el sonido distante de la tormenta que se aproximaba. Lyra se apresuró a guardar las últimas hierbas en su cesta, deseando llegar a casa antes de que comenzara a llover. Pero el destino, una vez más, tenía otros planes.
Al doblar una esquina, tropezó con un joven que llevaba una capa oscura. La colisión fue tan inesperada que la cesta cayó al suelo, esparciendo las flores y hojas por los adoquines mojados.
—Lo siento —dijo Lyra agachándose de inmediato—. No vi por dónde caminaba.
El joven se inclinó también, ayudándola a recoger las hierbas.
—No hay nada que disculpar. Fue culpa mía —respondió con voz calmada, aunque un ligero nerviosismo lo delataba.
Cuando sus manos se rozaron por accidente, ambos se quedaron inmóviles. Lyra levantó la vista y se encontró con unos ojos grises como la tormenta. Ojos que parecían observar no solo su rostro, sino algo mucho más profundo… algo que ni ella misma comprendía.
El corazón de Aldric dio un vuelco. No era posible que una simple mirada le causara tal desconcierto. Aquel brillo en los ojos de Lyra, mezcla de fuerza y tristeza, le resultó imposible de ignorar.
—Gracias —murmuró ella, apartando la mirada con timidez—. Pero debo irme antes de que la lluvia empeore.
—Permíteme acompañarte —dijo él sin pensar.
Lyra dudó. No solía confiar en extraños, menos aún en los que parecían venir de buena cuna. Sin embargo, algo en su voz la hizo asentir. Caminaron juntos bajo un cielo que comenzaba a desgarrarse con relámpagos, compartiendo el silencio incómodo de dos almas que se reconocían sin entender por qué.
La lluvia finalmente cayó, suave al principio, luego con fuerza. Aldric, sin pensarlo, se quitó la capa y la colocó sobre los hombros de Lyra.
—No quiero que enfermes.
—No hacía falta —susurró ella, pero no se la quitó.
Mientras avanzaban por el sendero del bosque, una ráfaga helada apagó las antorchas del camino. Un cuervo graznó desde la distancia, y una sombra fugaz cruzó frente a ellos. Lyra sintió cómo el aire cambiaba… cómo el bosque respiraba con miedo.
—¿Lo sentiste? —preguntó ella, deteniéndose.
—Sí… —respondió Aldric, observando entre los árboles—. Hay alguien más aquí.
Un trueno partió el cielo, y por un instante, la figura de un hombre encapuchado se dibujó entre la neblina. Sus ojos brillaban con un tono rojizo, y en su mano, una varilla de cristal emanaba una luz oscura.
Lyra dio un paso atrás, y Aldric instintivamente la tomó del brazo. Pero cuando el relámpago volvió a iluminar el bosque… la figura había desaparecido.
Solo el eco de una risa quedó flotando entre los árboles.
Aldric la miró, con el pulso acelerado.
—No digas nada de esto —susurró—. Prometo que te mantendré a salvo.
Lyra asintió, aunque en su interior sabía que aquella promesa era imposible.
Algo antiguo había despertado, y el destino de ambos acababa de sellarse bajo aquella tormenta.