La llave de dos mundos: La llegada

La llegada

Relatp 1_ El ruido de ka noche

La noche parecía una más en la vida de Diana. Como cualquier día de la semana, estudiaba en su cuarto, un lugar acogedor, lleno de pósters de Rauw Alejandro y muchos peluches de diferentes tamaños sobre una repisa. Sobre la cama había varios libros abiertos y un resaltador si tapa, a punto de secarse. De su celular salía una suave música instrumental que usaba para concentrarse. Afuera, el viento susurraba entre los árboles del bosque que rodeaba su casa, como si contara secretos que nadie más sabía.

Eran casi las once cuando ocurrió.

Un estruendo quebro la calma, como si el cielo hubiera estallado en mil pedazos. No fue un trueno. No fue una explosión.Fue algo distinto, sonoro ya. la vez callado. Profundo, Vivo. Tan cercano que los vidrios del cuarto temblaron y. la lámpara cogante se balanceó levemente. El ruido sacó a Diana de su concentración y la dejó inquieta- SIntió cómo la sangre se le acumulaba en el pecho, como si su corazón estuviera a punto de avisarle que algo extraordinario estaba por suceder.

Salió de la cama con un brinco certero y se asomó por la ventana, pero no vio nada. Solo el bosque, inmenso y oscuro, que parecía moverse inquieto bajo la luz de la luna. Podría haber cerrado la cortina, ignorarlo todo y volver al resumen de biología. Pero no lo hizo. Algo en su interior —curiosidad, intuición o locura adolescente— la empujó a tomar una linterna, ponerse una chaqueta sobre el pijama y salir de su casa en silencio. Notó que nadie más se había percatado del ruido. Sus padres veían tranquilamente televisión en su cuarto y su hermana menor, Denise, seguía oyendo música con audífonos en la sala de la casa. Solo Mocca, la gatita mimada de los Claver, miraba con sorpresa a Diana esperando su próximo movimiento. Sin vacilar, la siguió hasta la puerta, pero allí se detuvo y dejó que Diana se alejara y se adentrara sola en el bosque. Permaneció sentada en la entrada, observando con sus inmensos ojos amarillos cómo Diana se perdía en la oscuridad.

Diana caminó sin hacer ruido y con mucho sigilo, como si presintiera que aquello que causó tanto escándalo estuviera en alerta y a punto de huir. El bosque olía a tierra mojada, aunque no había llovido. El viento suave del verano acariciaba las

hojas de los árboles, produciendo una melodía inigualable que acompañaba a Diana en su aventura. Caminó unos metros más entre ramas y raíces, ya bastante alejada de su casa, y guiada por la sensación de que alguien la esperaba.

Y entonces lo vio.

En un claro entre los árboles, aquello brillaba con una luz azulada, temblorosa. En el centro, una estructura metálica, curva y silenciosa, descansaba como un animal herido. No era grande ni pequeña. No tenía forma de platillo ni antenas giratorias. Solo una forma orgánica, elegante, que parecía haber sido hecha por manos que entendían la armonía de las estrellas. Era de color gris azulado y su brillo era opaco. A pesar de estar invadida por el temor, al punto de sentir que el corazón se le salía del pecho, Diana se acercó despacio, conteniendo la respiración. La luz se volvió más intensa. Y en un segundo, una compuerta invisible se abrió. El aire cambió. Un aroma dulce, desconocido, llenó sus pulmones.

Y entonces, él bajó.

No era verde, ni tenía ojos saltones o brazos múltiples. Tampoco antenas ni un cuerpo baboso. Era… un chico. Un adolescente como ella. Solo que había algo extraño en su forma de moverse, como si flotara apenas al caminar. Su mirada era clara, profunda, como si contuviera constelaciones enteras. Tenía ojos azules intensos y el cabello castaño claro. Era un adolescente como Diana, descendiendo lentamente por unas cortas escaleras que se desplegaban desde aquella estructura nada llamativa.

Diana lo vio y, sorprendida, retrocedió un paso. Él también, sorprendido, retrocedió con cautela, pero no dejaban de mirarse con curiosidad. Por un momento, se observaron en silencio. Dos mundos frente a frente. El bosque pareció contener el aliento y, de pronto, el ruido de la suave brisa cesó.

—¿Quién eres? —susurró Diana, sin esperar respuesta.

El chico ladeó la cabeza, como si tratara de entenderla. Luego, con voz suave, apenas audible, respondió algo. No en español. No en ningún idioma conocido. Pero Diana lo entendió. No con la mente. Con algo más profundo. Y un escalofrío la invadió de la cabeza a los pies. Paralizada frente a aquel ser, Diana no sabía cómo enfrentar esta situación. Mudos ambos y con la mirada fija, solo se escuchaba el canto de los grillos en la profundidad del bosque.

Y así comenzó todo.

Relato 2: El nombre que le dí

El silencio entre ellos duró apenas segundos, pero a Diana le pareció eterno. El chico la observaba sin moverse, como si la estuviera estudiando, como si esperara a que ella hiciera el primer movimiento. No parecía tener miedo. Tampoco mostraba agresividad. Solo esa mirada… esa mirada que lo decía todo y, a la vez, no decía nada.

Diana tragó saliva. Sintió un hormigueo recorrerle la espalda. El claro del bosque parecía aislado del mundo: sin ruidos, sin viento, sin tiempo. Apenas la luz azul de la nave flotaba sobre ellos, como un faro de otro universo. Por la respuesta que el chico le había dado, ella sabía que ese muchacho no era de este mundo. Venía de otro planeta, eso era lo que le había respondido en ese lenguaje que Diana no sabía cómo entendía.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Diana con cautela.

El chico no respondió. Ladeó apenas la cabeza, como si tratara de entender sus palabras. Luego miró al cielo, y al hacerlo, algo extraño ocurrió. Sus pupilas, que al principio parecían normales, se contrajeron de una manera inhumana, como si se adaptaran a otra luz, a otra realidad.




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