La Llave de la Valquiria - Relato -

3. Otros guerreros

Una enorme fortaleza se erigía entre el sinfín de construcciones de sólida roca que salpicaban aquel hermoso lugar. Astryd no había visto nunca nada igual, pero supo, sin ningún género de dudas, que lo había conseguido. Se llevó las manos al vientre, a los costados, al cuello... y trató de asegurarse de que no había allí herida alguna que justificase su llegada al Valhalla, pero no encontró sangre ni corte ni señal que hubiera podido causar una hoja enemiga.

—No puedo creerlo... —murmuró una voz.

Se giró, encontrándose con Thorbald, y Balmung, que se incorporaban, ensangrentados y, ellos sí, con heridas en el rostro y en los brazos.

—¡Por Odín! —exclamó el enano.

—¿Cómo... cómo habéis llegado vosotros hasta aquí?

—Creo que hundimos nuestras armas en el mismo infeliz que tú —explicó Balmung— y el efecto que causó tu hacha, arrastró a los propietarios de las otras dos hojas.

—Vaya... Gracias.

—Bien, ¿cómo vamos a encontrar a Bolthor aquí? —quiso saber el enano.

—Creí que tú lo sabrías.

—Bueno —intervino Thorbald—, la mejor manera de encontrar suele ser buscar, ¿no?

—Qué listo... —masculló Balmung—. Nos separaremos. Él y tú, por un lado y yo, por otro. Tratemos de reunirnos al final del día y... que los dioses nos acompañen.

—No se me ocurre mejor lugar que el Valhalla para eso —bromeó Astryd ante la inquisitiva mirada del enano—. Lo siento, estoy nerviosa.

 

***

Caminaron en silencio bajo un cielo nublado hasta topar con un grupo de mujeres que avanzaba hacia ellos totalmente en silencio. Thorbald agarró a Astryd del brazo y la apartó para ocultarse bajos unos hermosos arcos de piedra.

—¿Qué pasa? —susurró ella.

—Valkirias —respondió él, en idéntico tono—. Ellas escogen a los guerreros que las acompañarán hasta aquí. Tal vez distingan que no deberíamos estar en este sitio.

—¿Cómo sabes que son valkirias?

—Porque durante un tiempo una de ellas me rondó.

Astryd detectó un temblor en la voz del muchacho, que permanecía muy cerca de ella, mientras las valkirias desfilaban al otro lado de su particular refugio.

—Lo siento.

—No hay nada que debas sentir. Estoy aquí y estoy... vivo.

Cuando las mujeres se hubieron alejado, retomaron el camino a través de las hermosas calles de lo que se presumía como Asgard. Imponentes estatuas de alturas imposibles se alzaban hacia el cielo plomizo y desde cualquier punto de aquella mágica ciudad podía divisarse la fortaleza de Odín. Unas gigantescas cascadas descargaban en el verde y frondoso valle que acunaba la ciudad de los dioses. Respirar el aire frío y puro que envolvía aquel mundo de ensueño la tranquilizó al pensar que su hermano estaba allí. Sin embargo, Bolthor había querido algo de ella al entregarle aquel hacha, pero encontrar a su hermano en aquella enorme urbe se le antojaba tarea imposible.

Durante su estancia allí se cruzaron con multitud de guerreros vikingos con heridas imposibles en sus cuerpos; heridas que no habían cerrado y que mantenían la sangre visible, como un permanente recuerdo de lo que los había llevado hasta la morada de los dioses. Las heridas ensalzaban la gloria de sus batallas y las dignas caídas que habían protagonizado.

Se detuvieron, entonces, al verlo avanzar hacia ellos. Su regia figura contrastaba con la de cualquiera con la que se hubieran cruzado hasta el momento. Ninguno de los dos lo había visto jamás, pero ambos sabían que era él. Odín caminaba con la determinación de mil ejércitos, la implacabilidad del más hostil hielo en su mirada y un aura tan terrorífica como admirable. Su larga barba blanca caía hasta su pecho, enmarcando un rostro severo al que contribuía la falta de su ojo derecho. A medida que avanzaba, apoyaba sobre el suelo a Gungnir, su lanza, aquella que según los viejos mitos había blandido en la batalla. El yelmo protegía su cabeza y su mirada gélida ni siquiera pareció reparar en ellos. Los rebasó, continuando su camino hasta que su figura se perdió, convirtiéndose en una sombra de la tarde. Y durante unos minutos, Thorbald y Astryd fueron dos estatuas más; no tan imponentes ni tan colosales, pero igual de frías e inmóviles.

—No puedo creerlo... —logró balbucear ella—. ¿Thorbald?




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