La Llegada De Freyja

4. La Aprendiz

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Päev era un pueblo levantado sobre los conocimientos oscuros.

Sus gobernantes dependían de adivinos y brujas, toda desición estaba bajo su poder y aquellas entidades vivían como reyes.

Sin preocupaciones, sin miedo, sin reglas.

Sin la voluntad de los dioses.

Aunque su nombre tratará de aparentar un pueblo vivaz, lleno de justicia, en donde sus habitantes vivían felices y contentos, pero no era así, al menos ya no. Hubo una época en donde los brujos eran casi adorados como entidades poderosas y amables, cada pueblo contaba con uno y esté con sus conocimientos guiaba a su tribu a un futuro glorioso, tanto para él como para los suyos, pero pronto todo se derrumbó: los brujos escaseaban y pesé a los numerosos intentos de crear más de estos, los portadores de aquel conocimiento se negaban a revelarlo; sería un sacrilegio hacerlo, pues Freyja les había dado ese don y no les había dado instrucciones de compartirlos.

Los brujos son seres celosos, jamás compartirán sus conocimientos con algún pobre mortal.

Las guerras empezaron, los pueblos se quemaron y sus líderes se regocijaban al tener a uno de esos seres bajo su poder: sus habilidades ya eran de admirar, pero su apariencia, su apariencia era de desear. Los brujos eran bendecidos por Freyja, con ello siempre tenían una grata apariencia, no solo eran poderosos, también hermosos.
La mayoría de brujos y brujas que eran capturados se volvían la pareja del líder o la líderesa de su nuevo pueblo, su magia se debilitaba pues no estaban allí por voluntad propia, la mayoría se quitaba la vida.
Los demás morían por pena al saber que su familia y amigos habían perecido por su causa.

Por ello la mayoría de esos seres se ocultaba, para evitar guerras y muertes innecesarias, podían hacerse pasar por personas normales, pero su apariencia y estilo de vida los delataba. Pero ahora con la llegada de un nuevo dios, todo parecía tomar calma. Incluso en la casa de Astarot  donde se le rendía culto a Toguv y Asera, se tenía esa misma convicción.
Astarot era un palacio gigantesco, lleno de joyas inexplicables y sacerdotisas bellas que daban los sacrificios a los dioses.
Nadie sabía con exactitud quien había traído esas nuevas creencias a sus tierras, pero parecía ser que los hombres del desierto habían sido prósperos gracias a ellos.

"Estúpidas estatuas" pensó Amär enojada, tirando el incienso sobre el pecho de la estatua de barro.

Amär movió las manos y el círculo de antorchas que rodeaba el altar a ellos se tambaleó, "¿Y si las dejó caer?" Una jugosa sonrisa apareció en su rostro, odiaba a esos dioses, no eran más que barro y tierra secos. Amär movió sus dedos y el fuego de las antorchas danzó sobre ella, serpenteándose como una serpiente, sin llegar a quemarla.

Las puertas del palacio se abrieron y Amär le rezó a Loki para que nadie la hubiera visto profanando el templo, pero sus temores desaparecieron al verlo.

— Amär — llamó Aren extendiendo su mano.

La joven mujer sonrió y tomo la mano de su mentor. Hacía 7 años que su pueblo de origen había sido atacado, los rumores de la existencia de un brujo y de su aprendiz llegaron a oídos de un pueblo bárbaro, pero por más que los guerreros intentaron luchar, nada pudieron hacer contra los numerosos ejércitos de Päev, ni siquiera los poderes de Aren habían sido suficientes contra aquellos bárbaros, no habían tenido más opción que escapar, la mayoría de habitantes de la tribu bárbara los había tomado como esclavos o "acompañantes" que lo único que hacían era cumplir todas las fechorías sexuales de sus "dueños", Aren había logrado escapar, pero Amär no.
Justo cuando todo estaba perdiendo y Aren listo para tomar a Amär e irse el portal colapso y ella cayó. Desde entonces servía en el palacio, primero como huérfana y ahora como sacerdotisa.

Y Amär lo odiaba, cuando Aren la encontró intento llevársela, pero usar magia sería demasiado fácil, además de que ellos lo notarían lo cazarían, con artefactos anti magia y finalmente le pertenecería al rey de Päev, un hombre cruel y despiadado, líder de la casa de Velesea, un bruto en su máxima expresión; todos en Päev creían que Aren era un humano común, un comerciante de tierras lejanas que quería adoptar a una bella niña, pero el precio por Amär era alto, quizás demasiado.

— Hoy me comí las ofrendas a Asera — Amär alzó su cabeza orgullosa.

No era la primera vez que hacía algo así, en sus 15 años de vida ella se había caracterizado por ser rebelde, grosera y fanfarrona, en especial cuando alguien estaba en su contra: y para Amär no había problema en comerse las ofrendas, robarse el oro y joyas e incluso bañarse en las aguas sagradas y perfumadas, aunque para ella había sido sumamente gratificante ver a los sacerdotes mayores beber de la misma agua en donde ella se había limpiado la suciedad.

— Bien — Aren se detuvo y tomó las mejillas de su aprendiz —. Te tengo una noticia.

El corazón de Amär tembló.

— ¿Qué?

Aren sonrió y saco un pequeño pergamino.

— ¿Eso...es...?

— ¡Sí! ¡Querida mía! ¡Con este hechizo nos largaremos de aquí! — Amär abrazo feliz a Aren, por fin, acabaría su entrenamiento como bruja y vivirían felices por la eternidad — ¡Ya he pagado tu libertad!

La felicidad de Amär desapareció, suavemente se separó de Aren y lo inspeccionó con la mirada, notando un chupetón en el cuello de su mentor.

— ¿Por qué? — preguntó con un nudo en la garganta.

— Tú lo vales.

— ¿¡Acostarte con el mayor de los sacerdotes!? ¡No importa! ¡Yo no importó!

— Claro que importas, eres mi aprendiz y mi mejor amiga — Aren tomó las mejillas de Amär y beso su frente —, eres mí hija.

— Gracias pero...




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