Copiosa, solemne y poderosa sonaba a sus pies la lluvia que caía esa noche. Sara no tenía problemas con ello, de hecho, de niña se escabullía de su casa para jugar con su perro Milo bajo la lluvia, sabia que sus padres la reprenderían por mojarse, pero no importaba, esa libertad no tenía precio y siempre la apreció desde pequeña. Ahora a sus 14 años, tampoco tanto después de estas travesuras, sabia que no podía darse le lujo de jugar, saltar y correr bajo las frescas gotas que caían del cielo sin pescar un resfriado, así que lo que hacia para subsanar su necesidad era aprovechar toda oportunidad que se presentase para contemplar como el mundo parecía detenerse durante dicho evento, las aves desaparecían, los animales se refugiaban, las personas corrían a sus casas y por unos cuantos minutos el planeta dejaba de tener su normal ajetreo, todo se calmaba bajo el hermoso repetir de las gotas de lluvia.
Allí, bajo la estación del bus, suspendida en uno de esos momentos donde todo era tan apacible, se encontraba esperando el bus de la ruta 12 que la llevaría de nuevo a casa después de estudiar, la oscuridad de la carretera se sentía endulzada por el sonido de la lluvia sobre el asfalto y de los pequeños riachuelos que se formaban a sus lados. Sacó la mano fuera de la protección que le proporcionaba la caseta de espera y sintió el frio contacto del agua en sus manos; por un momento creyó oír el ladrar de Milo a su lado y se transportó a su no lejana niñez.
El sonido no había sido un ladrido, habían sido pasos, pasos a su izquierda. Un anciano empapado por la lluvia había entrado bajo el seno protector de la caseta de espera; llevaba un sombrero clásico, negro, de copa media y de ala ancha y un traje y corbata del mismo color. Sara no se movió, regreso la mirada al vació lleno por el sonido de la lluvia y metió sus manos en los bolsillos del pantalón. Pasaron unos minutos más y ninguno profería siquiera un mínimo sonido en ese pequeño y seco espacio. Decidida a no ignorar la educación que siempre le inculcó su familia, Sara se tornó hacia el anciano para saludarle de la manera mas formal posible con permiso de sus nervios. Justo cuando se disponía a hacerlo se congeló, el anciano le había parecido lúgubre, un poco tenebroso, casi funerario; pero al verlo con la cabeza gacha y como la sombra le cubría el rostro, supo de inmediato que algo en todo eso no se sentía bien. El viejo del traje negro metió una mano dentro del saco y Sara encendió todas sus alarmas. Que tenía allí?, un arma?, un cuchillo?, una droga para llevársela?, el vació infinito del espacio?. Dió un paso atrás para huir bajo la lluvia sin considerar siquiera el seguro resfriado que vendría la mañana siguiente, pero luego, todo se detuvo. Un sentimiento de paz y ternura le inundó el cuerpo desde la planta de los pies hasta la coronilla; el viejo había sacado de su traje el arma mortal, el artefacto malvado y siniestro, una flor púrpura y preciosa, la sostenía contra su frente y lloraba calladamente con una pena profunda. La escena le pareció conmovedora, pero extraña. Sabiendo entonces que dicho ser, abrazado por la edad y por el dolor, no significaba peligro alguno, se dispuso a preguntarle cual era el motivo de dicho sufrimiento, pero un sonido inesperado y mecánico la desconectó de su intriga y le hizo voltear.
El bus de la ruta 12 se detuvo y abrió sus rechinantes y oxidadas puertas, el viejo sin siquiera prestar atención al gran aparato frente a él, se agachó y dejó la flor en el suelo, se dirigió al bus y cuando puso el primer pie sobre la escalera de la entrada se giró y mirando la flor pronuncio unas palabras que hicieron a Sara sentir su cuerpo perder su peso y convertirse en una nube, una nube llena de lluvia.
- Adiós mi Sara, no sabes cuanto te extraña papá.
El viejo subió al bus y la máquina emprendió su camino habitual, dejando atrás a Sara con un nudo en la garganta y un mar de lágrimas en los ojos. Conmovida después de saber que la ofrenda de amor era para ella, salio de caseta sin miedo alguno, afuera con el pelo empapado, la ropa pesada y el mundo congelado en ese limpio y precioso estado, Sara caminó mientras sus lágrimas se fusionaban con la lluvia, desvaneciéndose poco a poco y aun así haciéndose una con aquello que siempre amó, la lluvia de su infancia, la lluvia que detenía el mundo.