Masha despertó con la cabeza latiendo de dolor, como si alguien la hubiera golpeado con un martillo. No podía mover ni un dedo ni una extremidad. Yacía inmóvil, escuchándose a sí misma y al mundo que la rodeaba. Con cada minuto, sus ojos desenfocados comenzaron a captar más detalles, aunque con dificultad. El aire era denso, gris por el polvo, y a su alrededor había paredes lúgubres y desgastadas que reflejaban sombras como recuerdos antiguos y olvidados.
Intentó concentrarse, aunque su cabeza daba vueltas de dolor. Estaba acostada sobre una cama dura y fría, sintiendo cada tensión de las cuerdas que cruelmente se clavaban en su cuerpo. Su corazón empezó a latir más rápido cuando una idea atravesó su mente: estaba atada.
Sus dedos intentaron encontrar una forma de liberarse, pero las ataduras eran demasiado fuertes, y cada movimiento solo aumentaba el dolor. ¿Por qué estaba allí? ¿Cómo había llegado a ese lugar? Demasiadas preguntas y ninguna respuesta, nublaban su mente. Solo había una certeza: no estaba sola.
El silencio que la rodeaba era ensordecedor, pero en la distancia se oían pasos débiles, acercándose poco a poco. Masha inhaló profundamente, intentando calmarse, pero su corazón martilleaba en su pecho. ¿Era esta su única oportunidad?
Cerró los ojos, tratando de reunir los fragmentos caóticos de su memoria. Su cabeza palpitaba, pero no podía detenerse. Cada momento contaba. ¿Qué había pasado?
Intentó recordar cómo había comenzado todo. Parecía un día normal. Había acompañado a Solli a su cita con Leon, le sonrió al despedirse, y luego subió a su coche para regresar a casa. Todo estaba tranquilo. Las calles, la noche, los sonidos familiares de la ciudad. Cuando llegó a su edificio, nada le advirtió que algo terrible estaba por suceder.
Salió del coche, sintiendo el cansancio del día en su cuerpo, caminó hacia la entrada, asegurándose de haber tomado su bolso. Y entonces… En el instante en que cruzaba la puerta, una sombra apareció tras ella. No hubo tiempo ni para cerrar la entrada. Alguien entró con ella. Se giró para ver quién era… y todo se volvió oscuro. Vacío. Sin sonidos, sin movimiento. Nada más.
Y ahora, en esta habitación, con las cuerdas apretadas alrededor de su cuerpo, todo parecía la continuación de esa misma pesadilla. ¿Qué había pasado después? ¿Qué le habían hecho? ¿Por qué estaba allí? ¿Dónde estaba?
Los pasos se hicieron más claros. Se acercaban, y en la quietud de la habitación podía sentir una respiración pesada. La puerta crujió y alguien entró. Masha fingió seguir dormida, pero su corazón latía con fuerza, traicionándola.
— No te hagas la dormida, — dijo una voz fría. — Puedo escuchar cómo late tu corazón.
Masha se obligó a reunir coraje y abrió los ojos con cautela. La silueta en la puerta era oscura e imponente, una sombra de peligro.
— ¿Quién eres? ¿Qué quieres? — intentó sonar segura, pero en su voz aún se filtraba la inquietud. — Si es dinero…
El desconocido rió, pero su risa era vacía, como una sombra burlona.
— ¿Dinero? — repitió con desprecio. — No se trata de dinero.
Masha apretó los dientes, intentando contener su miedo.
— Entonces, ¿qué? — preguntó, sin ocultar su creciente temor.
— Eres valiosa para él. O, mejor dicho, tu muerte lo es, — su tono no tenía emoción, como si hablara del clima. — Aunque… sus planes han cambiado un poco.
Masha sintió que su corazón se detenía por un segundo. ¿Para quién trabajaba? ¿Qué querían de ella?
— ¿Para quién trabajas? — sabía que era su única oportunidad para obtener información.
Él guardó silencio por unos segundos, como si considerara su respuesta.
— Pronto lo sabrás, — sus palabras fueron suaves, pero aterradoras. — Mientras tanto… quédate quieta. Porque en qué estado estarás cuando hables con él, eso lo decido yo.
Masha apretó los puños, sintiendo cómo cada músculo de su cuerpo se tensaba de ira. No podía permitirse debilidad.
— ¡Soy una loba! — escupió con determinación, ignorando el dolor y la tensión en su cuerpo.
El desconocido hizo una pausa, y luego, como si saboreara el significado de sus palabras, repitió:
— Una loba, — murmuró, con un matiz de amarga ironía en su voz. — Supongo que por eso sigues viva.
Esas palabras fueron para ella tanto una promesa como un desafío. No sabía si eso era bueno o malo, pero una cosa estaba clara: ese hombre aún no planeaba matarla. Y eso le daba una oportunidad.
Masha sintió cómo algo antiguo y olvidado despertaba en su interior, un instinto que susurraba: sobrevive. Su conciencia se expandía, oprimiendo el miedo y transformándolo en una furia fría. No necesitaba conocer el nombre de ese hombre, ni entender sus motivos; solo debía asimilar una única verdad: aún respiraba, y eso significaba que tenía una posibilidad de actuar.
Entrecerró los ojos, fijándose en la sombra de su silueta, intentando captar cada detalle. ¿Cómo estaba parado? ¿Tenía un arma? ¿Qué tan rápido reaccionaba? Su cuerpo aún palpitaba de dolor, pero eso no importaba. Esperaba el momento en que su guardia bajara.
—Si aún estoy viva, ¿para qué me necesitan? —preguntó, ganando tiempo.
El hombre suspiró, como si le aburriera explicar lo obvio.
—Los lobos no hacen preguntas. Actúan.
Sintió cómo la comisura de sus labios se curvaba en una sonrisa. Él creía saber quién era ella. Pero una loba acorralada en una trampa no es la misma criatura que deambula en libertad. Es un ser dispuesto a desgarrar la garganta de cualquiera, incluso de los más fuertes.
Escuchó su voz, el ritmo de sus pasos, cada mínima alteración en el aire provocada por su presencia. Se mantenía en la sombra, y eso la irritaba. Quería verlo.
—Enciende la luz, quiero recordarte, —desafió, su voz firme a pesar de la tensión que hervía en su interior.
Él solo se rió. Un sonido seco, despreocupado, como si sus palabras fueran un simple juego para él.