"En el día que temo, Yo en ti confío."
Salmo 56:3
Mitchell no podía negar que tenía hermosos recuerdos de su infancia antes que sus padres se unieran a la secta.
Su familia no era exactamente rica, pero tampoco pobre, pero sin importar en qué situación económica se encontraran su madre siempre encontraba la forma de darle lo que quería o necesitaba. También recordaba la época en la que le dijo a sus padres que deseaba unirse al club de teatro de la escuela, al principio su padre le hizo burlas por ser una actividad de "maricones" pero irónicamente él siempre estaba en primera fila en el público y siempre era el primero en felicitarlo después de cada función, su madre siempre lo apoyó, pasaba semanas enteras trabajando en disfraces para sus obras y siempre era el público de práctica.
El pastor Cooper le había dicho que no debía hacer nada que no quisiera, que tenia derecho de odiar a sus padres, que a las personas malas no se les debía tratar con respeto solo porque habían muerto.
— La muerte no elimina los pecados de la persona, la muerte no vuelve santo a nadie — le dijo el pastor Cooper cuando Mitchell le preguntó cómo debía sentirse al respecto de sus padres —. Lo único que te pido es que no satanices los pocos buenos recuerdos que tienes con ellos, no te voy a pedir que recuerdes a tus padres como buenas personas, porque no lo son, solo recuerda que una vez te amaron, pero ese amor desapareció por culpa del fanatismo religioso, pero aún más importante, Mitchell — el pastor Cooper tomó las manos de Mitchell y lo miró fijamente a los ojos — recuerda que nada de esto fue tu culpa, nada lo fue.
Mitchell lo sabía, de hecho en ningún momento llegó a pensar que fue su culpa, creía fervientemente que la culpa era de sus padres por sus malas decisiones. Pero ahora tenía la oportunidad de ser feliz, iniciar de nuevo, los Coopers eran personas maravillosas, lo habían recibido con los brazos abiertos y protegido de todo aquel que intentó juzgarlo, incluso lo protegieron de los periodistas entrometidos que intentaban hacerles preguntas al respecto.
Era como tener una nueva familia.
Cuando llegó a su nuevo hogar Elizabeth y su esposo, Tom — un ex integrante de la misma secta de sus padres —, le hicieron una fiesta sorpresa, sin esperar nada a cambio, solo por el hecho de querer hacer sentir mejor a Mitchell.
El muchacho no podía explicar con precisión cómo se sentía estando cerca de los Cooper, se sentía a gusto, seguro, sano y salvo, le gustaba mucho que lo considerarán alguien de la familia, de hecho Elizabeth lo había dejado cuidar de su hijo, Gyula Lucius, en varias ocasiones, Bri solía bromear con que Mitchell era la criada personal de Elizabeth, pero lo cierto es que Mitchell adoraba a Gyula Lucius, ese pequeño regordete y rubio bebé era capaz de hacer a cualquiera amarlo, era un niño muy adorable.
Mitchell llegó a la puerta de su casa y se dispuso a abrirla, cuando esta se abrió por si sola. Tom sonrió a través de la puerta y saludó amigablemente a Mitchell.
— ¿Listo para tu primer día de terapia? — Mitchell asintió.
— Si, lo estoy, lastima que el pastor Cooper no pueda acompañarme — Tom se cruzó de brazos aún en la entrada de la casa.
— Nunca vas a dejar de llamarlo "pastor Cooper", ¿Verdad? Sabes que él preferiría que lo llamarás tío o tío Cooper, algo más..."familiar" — Tom tomó a Mitchell del hombro y lo empujó a las afueras de la casa, para luego cerrar la puerta —. "Pastor Cooper" lo hace sentir viejo, creeme, conozco bien a mi suegro.
Tom le dio un par de palmaditas a Mitchell en el hombro y se dirigió a su auto, allí estaba Elizabeth con el bebé de ambos, Mitchell los saludo y se dispuso a caminar a la consulta, Tom lo frenó en seco.
— ¡Ey, Mitch! ¿A donde crees que vas? — preguntó Tom interponiéndose en el camino de Mitchell.
Tom era un hombre grande, muy grande, Mitchell parecía un niño a su comparación, no era precisamente musculoso, pero si estaba bien formado, tenía una barba frondosa y un cabello de color marrón rojizo que nunca estaba peinado, dándole una apariencia de haberse puesto la ropa sobre la pijama. Sin duda alguna Tom era de aspecto harapiento, era alto con hombros cuadrados y una postura ligeramente encorvada, tenía unas pequeñas y delgadas gafas que lo hacían ver menos harapiento, y más como un filosofó incomprendido amante de los gatos, y que de vez en cuando toma cánnabis para relajarse.
— A terapia, ¿A donde más podría ir?
Tom contuvo una carcajada claramente forzada, colocando sus manos en los hombros del chico, antes de darle una palmada en la espalda, misma que casi hace a Mitchell escupir un pulmón.
— ¿Crees que vinimos a contemplar tu lindo rostro? No, compadre, ven, mi suegro nos pidió que te lleváramos a la terapia, de todas formas Beth tiene que llevar a Gyula al pediatra — Tom se cruzó de brazos sonriendo de forma nerviosa —. Pobre de mi hijo, ya sabes, la temible época de vacunas ha llegado — Tom dirigió su mirada nuevamente al auto, donde Elizabeth jugueteaba con el bebé de ambos —, pobre alma en desgracia, ahora está feliz, pero en menos de una hora estará llorando — Tom volvió a sonreír y tomó a Mitchell del brazo — ¡Vamos! No quiero que mi señora se enoje por hacerla esperar.
Mitchell y Tom entraron al auto, al instante Mitchell fue recibido por las risas de Gyula Lucius y un beso en la mejilla por parte de Elizabeth, quien luego le revolvió el cabello de forma cariñosa. Elizabeth era un versión más grande de Bri, con la excepción de que sus ojos eran marrones y no azules como los de su hermana pequeña, además de que Elizabeth era más alta y esbelta.