No recuerdo la última vez que vi a mis padres. Esa es una de las cosas que más me atormenta, cómo los recuerdos de esa noche se han convertido en fragmentos oscuros y confusos que me asaltan cuando menos lo espero. Lo que sé de verdad es esto: hubo un estallido, un estruendo que hizo que el aire se volviera sólido y afilado. La noche se llenó de luces, destellos cegadores que cruzaban el cielo como si se tratara de fuegos artificiales invertidos.
Mis padres y yo estábamos en casa, ya todos listos para dormir. La casa estaba tranquila, o al menos lo estaba hasta que esa fuerza invisible irrumpió en nuestras vidas. Mis padres gritaban, aunque sus palabras se perdían en el rugido. Recuerdo que me lanzaron al suelo, cubriéndome con sus cuerpos mientras el techo se derrumbaba en una lluvia de escombros. Todo ocurrió tan rápido que apenas tuve tiempo de procesarlo. Sentía sus brazos sobre mí, un escudo de carne y hueso que intentaba protegerme de algo que yo no podía ver ni entender.
Y luego, simplemente… desaparecieron.
Cuando el polvo se asentó, yo estaba solo. No había nadie más en esa ruina que había sido mi hogar. Me arrastré por entre los escombros, el pecho ardiendo de miedo y desesperación. La casa, nuestra casa, estaba destrozada, irreconocible. Trozos de madera y vidrio cubrían el suelo, y en medio de ellos, una silueta en sombra que no debería haber estado ahí.
No sé si era real o un producto de mi mente aterrada, pero vi algo –una figura alta y oscura con ojos como brasas, mirándome con una intensidad que me perforó hasta los huesos. No era humana, y sin embargo, sus ojos mostraban una inteligencia fría, calculadora. Solo la miré un segundo, pero fue suficiente. Empecé a correr hacia lo que quedaba de la puerta, tropezando y cayendo, las manos y rodillas raspándose con pedazos de vidrio y madera que parecían grabarse en mi piel.
Sentía el dolor y la sangre caliente correr por mi cuerpo, pero el miedo me empujaba a seguir adelante. De alguna manera, conseguí arrastrarme hasta afuera, con las piernas temblorosas y los pulmones llenos de polvo. Solo cuando estuve en la calle, tambaleándome bajo el cielo abierto, me permití mirar hacia atrás. Las llamas envolvían lo que quedaba de nuestra casa, y en medio de ellas, esa figura oscura se desvanecía, como si se hubiese fundido con las sombras.
Fui encontrado al amanecer por los vecinos, herido y cubierto de sangre seca. Me llevaron al hospital, donde intentaron curar mis heridas y preguntar lo que había sucedido. Pero no tenía respuestas, solo imágenes difusas y cicatrices, unas visibles, otras no. Nadie entendió qué había causado aquella explosión ni cómo había sobrevivido. Al poco tiempo, fui trasladado a un orfanato.
De alguna manera, sobreviví. Pero en cierto sentido, algo en mí quedó marcado para siempre esa noche. Aquella figura me había dejado más que cicatrices físicas: una sensación de vulnerabilidad, como si siempre hubiera algo acechando en las sombras. Y aunque yo aún no lo sabía, ese encuentro había sido solo el primer paso hacia un mundo que aún no conocía.
Pasé años en orfanatos tras la muerte de mis padres. Al principio, me quedaba en silencio, con la mirada perdida, tratando de hacerme invisible. Tal vez pensé que, si me quedaba quieto y callado, alguien se daría cuenta y me sacaría de allí. Pero a nadie le importaba un niño callado, cubierto de cicatrices y con una mirada que los hacía sentir incómodos.
Los primeros años fueron de un orfanato a otro. Ningún lugar me duraba mucho, y tampoco intentaba hacer amigos. Los niños evitaban a alguien como yo; decían que me pasaban “cosas raras”. A veces me despertaba con pesadillas en las que sentía que aquella figura oscura volvía a buscarme, o me atacaba en sueños alguna criatura que no podía ver del todo. Y cuando otros niños me encontraban hablando solo, o escuchaban los ruidos extraños que parecían rodearme en las noches, se alejaban aún más.
Con el tiempo, empecé a odiar esos “trucos” de mi mente. Odiaba los sueños, las visiones que no entendía, y las noches en las que me despertaba gritando, con imágenes demasiado reales en mi cabeza. Llegué a pensar que había algo roto en mí, como si estuviera maldito de algún modo.
Finalmente, cuando cumplí diez años, fui transferido a un orfanato nuevo, uno más estricto. Pasaba las tardes en el patio, observando a los otros niños jugar desde lejos. Y entonces, una tarde, lo vi. Un hombre, o al menos eso parecía, estaba de pie en la verja, mirándome fijamente. Tenía el cabello despeinado y una barba que parecía necesitar un recorte, y sus ojos tenían un brillo curioso y casi burlón, como si supiera algo que los demás no sabían.
No me acerqué; solo me quedé observándolo, esperando que se fuera. Pero, al contrario, me hizo una seña, indicándome que me acercara. Dudé, pero algo en su expresión, en esos ojos astutos, me convenció de caminar hacia él, aunque mantuve cierta distancia.
—Remus Lupin, ¿verdad? —dijo, con una voz que parecía entre amable y burlona, como si se estuviera divirtiendo—. Llevo tiempo buscándote.
Me tensé de inmediato. Nadie nunca me buscaba. Nadie quería a un niño como yo. Sin embargo, algo en su tono hizo que mis defensas bajaran un poco.
—¿Quién eres? —pregunté en voz baja, sin atreverme a mirarlo a los ojos.
Él sonrió, y por un momento creí ver… algo extraño en sus piernas, como si no encajaran del todo con su cuerpo. Sacudí la cabeza, convencido de que era otra de esas visiones molestas, esas que me hacían parecer “raro” ante los demás.
—Puedes llamarme Algernon. Y soy un sátiro —respondió, como si eso lo explicara todo.
Le devolví una mirada incrédula, segura de que alguien estaba jugando una broma pesada. Sin embargo, él no parecía reírse; de hecho, hablaba con una seriedad que no había esperado.
—Mira, sé que es difícil de creer —continuó, acercándose un poco más—, pero no eres un niño normal, Remus. Eres… especial. Eres un semidiós.