Una noche lejana, perdido entre misteriosos parajes, un mago yacía herido en la nieve. Una daga maldita había perforado su corazón. Sabía que no viviría para ver el próximo amanecer, pero en sus ojos no había dolor, ni miedo... sólo nostalgia. Había vivido demasiado tiempo, y perdido demasiadas cosas.
Debido a sus extraordinarios poderes, no había muerto de inmediato. Sin embargo, la maldición le impedía retirar la hoja... debilitándolo lentamente.
Desde los confines del cielo, la luna lo observaba en silencio. Su difuso brillo se enredaba con las nubes, arrancando suaves destellos de plata. Había acompañado al mago en cada momento difícil de su vida. Cada noche, siempre estuvo cerca, casi a su lado, pudiendo escuchar su voz. Pero en todo ese tiempo, todos esos años, jamás pronunció una sola palabra.
Pero ya no podía soportar más, y por primera vez... rompió su largo silencio.
«Mi querido mago.» Susurró la luna. «No pierdas la esperanza.»
Con su dulce voz, el viento cambió y las estrellas se atenuaron. La luna era reina de la noche, y su sola existencia sostenía todo el firmamento.
«Hoy, romperé mi promesa con los cielos para salvarte.»
Un rayo quebró las nubes. Mientras la luna crecía en tamaño, el cielo comenzó a resquebrajarse. De lejos, el grito enfurecido de los dioses antiguos sacudió la tierra y los mares.
Las estrellas se despertaron, explotando en poderosas llamas que envolvieron su hermosa reina.
«Ahora sólo... duerme. Duerme profundamente, más allá del tiempo, lejos de todo esto...»
En los ojos del mago se reflejó la figura de la luna. Quedó indeleblemente grabada en su alma mientras expiraba el último aliento, cruzando el umbral de la muerte.