EL ENTREESPACIO
A veces se cree que el vacío entre los mundos es silencio.
Pero el EntreEspacio no es un silencio.
Es un aliento. Un latido. Una nota sostenida desde el alba de las realidades.
Algunos lo llaman así: EntreEspacio, por no poseer palabra capaz de contenerlo.
Desde fuera, se describe como un intervalo, un intersticio, una fisura.
Pero quienes se aproximan comprenden que es más vasto que un mundo, más antiguo que la materia.
Porque el EntreEspacio está hecho de Luz, y esa Luz no ilumina:
resuena.
Esa Luz no es una claridad suave ni un fuego cruel.
Es densa, múltiple, estratificada, hecha de ondas entrelazadas, de pulsaciones superpuestas, de frecuencias más antiguas que las estrellas mismas.
No se deja capturar.
No se deja engañar.
Pero resuena con lo que es justo. Reconoce la intención pura y se aparta para acogerla, como el agua se abre bajo la barca
y se cierra tras su paso.
En el EntreEspacio, todo es vibración.
Los umbrales no se abren con la fuerza, sino con la frecuencia exacta.
Los caminos no se dibujan ante el viajero, se adivinan en la tensión de su aliento.
Y el pensamiento mismo se vuelve onda, proyectando motivos de luz
que otros pueden leer sin error, pues la Luz revela las intenciones sin que palabra alguna sea pronunciada.
Esa naturaleza vibratoria no permanece encerrada en el EntreEspacio.
Se prolonga hasta los mundos de materia, débilmente, como un eco persistente.
Lo suficiente para que quienes saben escuchar perciban, en el grano de la voz, en la contención de un aliento, las olas ínfimas de la intención.
De ese saber nacieron civilizaciones.
Civilizaciones modeladas por la escucha, donde el niño aprende a distinguir las micro-oscilaciones de un juramento, donde el mercader negocia en la frecuencia del respeto, donde el juez oye las armónicas del remordimiento o de la mentira antes de que el acusado abra la boca.
Civilizaciones que no levantan muros, sino cúpulas de armonía, donde el equilibrio vibratorio protege con mayor certeza que las murallas.
Saben que la Luz no juzga.
No condena.
Revela.
Y ante esa revelación, cada uno queda desnudo, y cada uno puede elegir corregir su disonancia.
No han olvidado a aquellos que, antaño, fracasaron.
Atim-Nar-Vil, el mundo orgulloso, que quiso capturar la Luz,
encerrarla en sus arcos de cristal y mármol,
arrancarla de su danza para hacerla sierva de su poder.
Atim-Nar-Vil, que rehusó la armonía, y que quedó petrificado, estéril, silencioso, en un repliegue del EntreEspacio, inaccesible, vacío.
LA MEDIADORA
La cúpula estaba abierta, yerta como un ojo arrancado al cielo.
A su alrededor, las piedras desunidas, detenidas en una caída interrumpida, parecían sostener su último impulso desde hacía siglos.
Atim-Nar-Vil ya no vivía. Persistía.
Y bajo esa bóveda fracturada yacía una mujer.
O más bien, acababa de ser depositada allí por una ondulación del EntreEspacio, como una nota pura caída en un mundo disonante.
Sus brazos reposaban a lo largo del cuerpo.
Su túnica —ni tejida, ni cosida, sino compuesta de una materia de flujo vibratorio— se amoldaba a la curva de las piedras muertas.
Sus ojos permanecían cerrados, no por sueño, sino por escucha.
Ella era la escucha.
Ella era el intervalo.
La Mediadora abrió los ojos.
No fue ella quien se incorporó: fue el mundo alrededor el que pareció respirar.
Los muros fracturados estremecieron, imperceptibles.
La Luz apenas penetraba aquel lugar, pero palpitaba en ella, en cada latido de su corazón.
Pronunció el nombre de Atim-Nar-Vil sin articularlo en voz alta, y aun así el silencio quedó modificado.
Se levantó sin esfuerzo. Bajo sus pies desnudos, la piedra vibró con una memoria lejana.
Recordó su nombre humano: Azda.
Pero aquí, no existiría más que como un puro complejo vibratorio de Luz.
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redemption, post-apocalíptico / fin del mundo, castigo planetario
Editado: 04.09.2025