SUEÑO
Ella estaba arrodillada en el barro, el cuerpo encogido, los brazos apretados contra sí misma como para no disolverse en el viento frío que silbaba sobre las tierras muertas. Su cabello, empapado, se pegaba a su rostro inclinado hacia el suelo, sus párpados cerrados sobre unas lágrimas que se confundían con la lluvia.
El mundo a su alrededor era gris, quebrado, despojado de colores, y las montañas lejanas no eran más que sombras implacables bajo un cielo sin luz. El suelo, agrietado, rezumaba un agua oscura donde apenas se reflejaba su rostro exhausto, y cada respiración era un esfuerzo, cada latido un sobresalto contra el agotamiento que amenazaba con derribarla.
Luchaba contra la desesperación, contra esa voz que susurraba que todo estaba perdido, que este mundo en ruinas no tenía ya nada que ofrecer sino hambre, frío y silencio. Sus manos apretaban el barro, se cubrían de tierra, como si intentara anclarse a ese suelo, no derrumbarse, encontrar en la tierra empapada una razón para continuar.
En torno a ella todo parecía muerto, y sin embargo, en ese instante de fatiga extrema, en esa postura de abandono, aún estaba allí, viva, respirando, negándose a ceder. Una frágil brasa en la oscuridad, una oración muda, un soplo tenue que osaba desafiar el derrumbe.
Ya no tenía fuerzas para levantarse, no todavía, pero no se dejaba morir. Y en el silencio húmedo de este mundo moribundo, el latido de su corazón era un eco de resistencia, débil pero obstinado, que afirmaba que vivía, que aún esperaba, incluso cuando todo parecía extinguirse.
Él luchaba, con una fuerza incierta, contra el sueño que lo habitaba. Un ensueño extraño, casi real, se imponía en él con la tenacidad de una marea. Creía abrir los ojos, pero nada lo conseguía.
Aquella mujer, hermosa, seguía siendo una desconocida. El lugar, cubierto de ruinas, permanecía indistinto, como sumido en un velo de bruma.
Llegó a ser consciente de que soñaba. Y aquel mundo lúgubre, moribundo, se le pegaba al espíritu. ¿Era ese el destino que aguardaba a Atim-Nar-Vil, su planeta ya presa del cataclismo de la Experiencia?
Ese pensamiento lo heló de espanto y lo precipitó hacia el despertar. Permaneció unos instantes inmóvil sobre su lecho, recuperando poco a poco la realidad, pero aún habitado por aquellas imágenes de desolación.
Isop seguía atormentado por su sueño nocturno cuando se preparó para el trayecto hasta el Centro de Restauración Planetaria. Ahora necesitaba casi una hora de marcha a pie, desde que todos los medios de transporte áuricos o bio-mecánicos habían dejado de funcionar.
Las naves que utilizaban el Aura del EntreEspacio permitían antaño enlazar en un instante los mundos más alejados. Sin Aura, ya no era posible ninguna comunicación, ni en un sentido ni en el otro. Y el planeta no parecía tanto aislado como petrificado en una realidad imposible.
Los transportes bio-mecánicos, como todos los objetos semi-vivos, se habían desintegrado con la pérdida del control de las vibraciones de la Luz.
La civilización narviliana se había derrumbado, y el retorno a una barbarie olvidada parecía ya cercano. Pues nadie podía ya estimar las intenciones del otro.
La mañana carecía de sabor. El resplandor difuso del cielo no respondía a ninguna variación celeste, como si la luz misma hubiera olvidado su función. Isop cerró suavemente la puerta de su refugio, vestigio aún funcional gracias a unos fragmentos remanentes de circuitos vibratorios, pero ya corroído por la descomposición de un mundo privado de su canto fundamental. Sabía que el Centro de Restauración lo esperaba, pero era el mundo, en el camino, el que iba a hablarle.
La ciudad que atravesaba no era más que una sombra de lo que antaño había sido la capital de Atim-Nar-Vil, suspendida en los hilos delicados de la Luz armónica, donde los materiales vibraban al unísono de las intenciones, donde las comunicaciones deslizaban por el aire como murmullos cómplices. Ahora, todo aquello se había desplomado. Dos ciclos habían transcurrido desde la Experiencia, y ya era demasiado para esperar.
Las calles, otrora estremecidas de una vida sutil, no eran más que un tejido desgarrado entre edificios de flancos arrancados, cuyas partes biológicas se licuaron en los días que siguieron a la Ruptura. Fue una masacre silenciosa. Seres atrapados en los muros vivos, absorbidos o aplastados por su súbita desintegración. Luego vino la lluvia, interminable, lavando los vestigios y los cuerpos, excavando regueros donde se acumulaban el barro, los restos y el olvido.
Caminaba con pasos lentos, cautelosos, pues incluso las losas de memoria que antaño guiaban a los transeúntes ya no emitían señal alguna. Algunos tramos del camino desaparecían bruscamente bajo láminas de agua estancada, en otros, torrentes fangosos habían abierto surcos en la ciudad.
Se cruzó con pocas almas. Siluetas enjutas, encorvadas, a menudo desorientadas. Algunas lo miraban con un destello de hostilidad muda, otras parecían ni siquiera verlo, absorbidas en una errancia sin rumbo. Las interacciones sociales, antaño de una riqueza empática inusitada gracias a las armonías del EntreEspacio, se habían derrumbado en una sospecha generalizada. La palabra misma había perdido su fuerza. Sin vibración compartida, las palabras caían como piedras en un pozo vacío.
El frío no provenía tanto de la temperatura como de ese despojo fundamental. La gente apenas comía. Las matrices de nutrición, privadas de su energía vibratoria, se habían vuelto inertes. El confort se había evaporado. Solo quedaba la lucha por sobrevivir, la búsqueda de un refugio, la espera de un milagro.
Isop no tenía hambre. Ya había superado esa fase. Aún llevaba una vestimenta parcialmente funcional, resistente a la lluvia, pero incluso su exo-pliegue respiraba con dificultad. Cada paso, cada respiración, se volvía un esfuerzo consciente, como si avanzara en una necrópolis líquida.
#123 en Ciencia ficción
#149 en Paranormal
#50 en Mística
redemption, post-apocalíptico / fin del mundo, castigo planetario
Editado: 04.09.2025