La Luz de los Sueños

2 - EL TIEMPO DE LA DESESPERACIÓN (107 ciclos después de la Experiencia) VIVIR BAJO CASTIGO

Astaria descansaba de su larga noche de vigilia, aunque no estaba segura de que aquella luz anaranjada, filtrándose entre dos masas de nubes saturadas de lluvia, anunciara realmente la mañana. Se veía casi todo el tiempo, esa claridad difusa, pero nunca en el mismo lugar. Se llamaba “noche” a los períodos en que desaparecía —quizá simplemente velada por una capa de nubes demasiado densa.
¿Era un sol fantasma? ¿Una rémora del pasado?
En todo caso, calentaba, a veces incluso abrasaba las zonas desérticas, donde aparecía como una esfera anaranjada, borrosa, incandescente a través de la bruma. Nada era seguro. Todo parecía errático.

Astaria, pequeña rubia de ojos verdes, era joven. Una de las pocas niñas nacidas en las últimas décadas. No conocía más que este mundo caído, roído por la resignación e invadido, día tras día, por una barbarie rampante.

Pero ella sabía. Sabía que este mundo había sido muy distinto. Antes. Antes de que unas mentes perturbadas impusieran sus ideas delirantes, trastocando la propia trama de lo real.

No había renunciado a comprender.

Leía, exploraba, observaba. Buscaba signos, fisuras, causas. Rechazaba los discursos vacíos y la fatalidad. Se aferraba a esa idea que todos parecían rehuir: la idea de un posible regreso. La tenue esperanza de una restauración. No de un mundo idéntico al antiguo, sino de un mundo devuelto al equilibrio.

Así fue como se hallaba allí, solitaria, en las alturas brumosas, entre las ruinas del antiguo Círculo de Vigilia. Allí donde, en otro tiempo, los Veladores observaban la Luz. Allí donde el mundo aún cantaba.

Una pequeña comunidad se había instalado en torno a las ruinas del antiguo Círculo. El sitio, encaramado en las alturas, estaba azotado por los vientos, socavado por las lluvias y rodeado de un paisaje desolado donde los prados de antaño se habían transformado en simas pantanosas o en láminas de agua estancada. Las tierras, arrastradas por los diluvios repetidos, ya no ofrecían nada. Las laderas, antes suaves, se habían vuelto resbaladizas y traicioneras, y el más mínimo sendero excavado un día quedaba borrado al siguiente.

Se llegaba allí a pie, por veredas efímeras trazadas en la pedrera, vías invisibles que se aprendía a sentir más que a ver. Sin embargo, a pesar de la rudeza del lugar, los edificios de piedra del Círculo resistían aún. Sus muros, gruesos y tallados en el granito de las cumbres, oponían su silencio milenario al derrumbe del resto del mundo. En el interior, la comunidad sobrevivía. Sobriamente. Lentamente.

El verdadero problema era la comida.

La Luz ya no alimentaba nada. Las plantas tradicionales, antaño dependientes de las armónicas solares, habían muerto en su mayoría. El suelo, asfixiado, rechazaba las semillas. La fotosíntesis misma parecía corrompida. Sin embargo, los Veladores —de los que apenas quedaba un puñado de ancianos encorvados pero aún de mente aguda— habían sabido preservar un saber antiguo, heredado de una época en la que la dependencia del sol no era absoluta.

Cultivaban musgos comestibles en cavidades calentadas por una ligera geotermia. Cepas mutadas, capaces de extraer energía directamente de las rocas húmedas o de los vapores minerales. También se criaban larvas translúcidas, alimentadas con algas oscuras, que crecían en cubas recuperadas a lo largo de los años. Ricas en proteínas, servían de base para caldos espesos, insípidos pero nutritivos.

Más raro aún, un hongo de reflejos azulados —el noctiphyllum— crecía en los muros antiguos de las criptas del Círculo. Emitía un resplandor suave y se alimentaba exclusivamente de materia muerta y de humedad condensada. Su sabor amargo repelía a los más jóvenes, pero contenía nutrientes valiosos, y algunos decían que favorecía los sueños lúcidos.

Así vivían. Fuera de las armónicas. Fuera de los flujos. Fuera del mundo.
Y en el centro de esa comunidad frágil, Astaria aprendía. Observaba los gestos de los ancianos. Recogía sus relatos. Tomaba notas. Pues sabía que ese saber no debía morir.

Akron era uno de los últimos Veladores aún capaces de guiar al Círculo. No ostentaba título oficial alguno, pero era, con mucho, el más escuchado. Se decía que había encabezado, mucho antes de la Experiencia, la delegación que había intentado —en vano— devolver a gobernantes y sabios a la razón. Su palabra, grave y mesurada, impresionaba incluso a los más hostiles. Pero la sed de grandeza, de Aura y de control, no podía ser saciada con palabras, por justas que fueran.

Desde entonces, Akron se había replegado en las alturas del Círculo, en la sala de la Cúpula. Una estancia abovedada de muros espesos, antaño dedicada a la observación vibratoria. Ahora, el agua rezumaba lentamente entre las piedras, como si la montaña misma llorara. Allí se había instalado, casi como un ermitaño. Para los demás, no era más que un capricho de viejo. Para Astaria, era un santuario. Un lugar vibrante, no de Luz, sino de memoria. El silencio allí resonaba. La más mínima palabra parecía flotar más tiempo.

Ella pasaba allí largas horas escuchando, preguntando, anotando. No como una alumna, sino como una superviviente que se aferra a cada fragmento de sentido.

Pero aquella mañana, Akron no estaba en su cita. Era sorprendente. Nunca había faltado. La puntualidad era en él casi una ley. Inquieta, Astaria salió de nuevo a la luz sucia del alba. El aire estaba agitado. Una animación inhabitual recorría las callejuelas del Círculo. Siluetas se apresuraban de un refugio a otro. Voces bajas se intercambiaban, cargadas de tensión.

Ella llamó a uno de los jóvenes del sector Este, que corría con la capucha echada sobre el rostro.

—¿Qué sucede?

Él apenas se volvió, lanzó mientras corría:

—Un grupo se acerca. Diez, quizá más. Invasores.

Esa palabra, lanzada al vuelo, resonó en la mente de Astaria.
Invasores.
Lo decía todo. El miedo. El instinto de repliegue. La convicción arraigada de que todo lo que venía de fuera no podía sino traer el caos. Porque aquí, la comida apenas bastaba para los ya presentes. Los alojamientos viables estaban saturados. La menor llegada trastocaría el frágil equilibrio que la comunidad había tardado años en establecer.




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