SUEÑO
Bajo una lluvia fría que caía en largas estelas plateadas, una mujer caminaba sola en una inmensidad fangosa y oscura, vestida con una túnica clara que se pegaba a sus piernas desnudas, azotada por el viento. Su paso era vacilante, cada movimiento levantaba salpicaduras oscuras, cada pisada se hundía ligeramente en la tierra empapada que parecía absorber sus fuerzas.
A su alrededor, el paisaje se extendía en vastas llanuras pantanosas, surcadas por riachuelos delgados formados por las lluvias incesantes. El agua se estancaba en charcos oscuros, reflejando por momentos destellos de un cielo gris, casi metálico, de donde un relámpago, lejano pero amenazante, hendía el horizonte, iluminando por un instante la línea de las colinas brumosas.
Aquellas colinas, negras y mudas, encerraban la llanura en un silencio opresivo, roto solo por el martilleo irregular de la lluvia y los retumbos del trueno que resonaban a través del cielo cargado. El viento hacía estremecer las ondulaciones del agua, arrastraba volutas de lluvia oblicua que se mezclaban con el barro, dando a aquella tierra empapada un olor pesado de fin del mundo.
La mujer parecía diminuta, casi irreal en ese espacio inmenso y devastado, una silueta frágil en un universo que no le ofrecía refugio ni esperanza. Avanzaba sin embargo, descalza en el barro frío, alzando a veces los ojos hacia el horizonte como si buscara una señal, una escapatoria, una luz que ya no existía.
El cielo, de un gris uniforme, parecía tan bajo que amenazaba con desplomarse sobre aquella tierra ya anegada. El tiempo parecía congelado en esa lluvia, y el mundo entero se reducía a esa llanura sombría, a esa silueta perdida, a ese cielo que bramaba, a esa lluvia incesante.
Y en aquel decorado de abandono, ella seguía avanzando, a pesar del frío, a pesar del miedo, a pesar de la soledad, llevando en sí la única lumbre que persistía en esa noche líquida: la voluntad de continuar, incluso en un mundo que ya no respiraba.
Astaria seguía marcada por su sueño.
Aquella mujer, sola bajo la lluvia en un mundo anegado de barro y silencio, podría haber sido ella. Se le parecía en la postura, en la soledad, en la resiliencia. Solo el color de su cabello difería. ¿Una proyección o una advertencia?
Para Astaria, el mensaje era claro: había que avanzar. En ese mundo de muerte. A pesar del cansancio. A pesar del desaliento. Como la mujer del sueño.
¿Pero hacia dónde? ¿Para hacer qué?
No lo sabía. Y no encontraba la fuerza de dirigirse al domo.
Retomó entonces su tarea cotidiana, como refugio. Repartir las exiguas raciones de comida, organizar los turnos. Su trabajo, por ingrato que fuese, la anclaba en lo real, evitando que se hundiera en el abismo de las preguntas sin respuesta.
Los días pasaron. Lentos. Pesados.
Hasta que, una mañana, sin premeditación, tomó el sendero del domo.
Como lo había hecho tantas veces, cuando Akron la esperaba a esa hora, sentado en el centro, el bastón sobre las rodillas, los ojos cerrados en una semi-meditación. Pero esta vez, el domo estaba vacío.
Totalmente.
Los efectos personales de Akron habían desaparecido, como lo dictaba la costumbre: todo debía ser borrado para que el espacio pudiera volver a ser virgen. Sin embargo, el lugar, ahora desnudo, le pareció extraño. Casi hostil. Como si le negara la entrada.
Si alguna vez hubo aquí una Reliquia, ha desaparecido, pensó.
Por prudencia, dio la vuelta a la sala circular. Observó las grietas que recorrían la bóveda: parecían haberse ensanchado, resquebrajando la cúpula como una concha a punto de romperse.
Luego, sin más acciones posibles, se sentó en el centro. Allí donde Akron siempre se instalaba. El corazón mismo del domo.
—¿Y ahora? —murmuró en voz baja.
Cerró los ojos, intentó relajarse, dejar que sus pensamientos surgieran sin constreñirlos. Los recuerdos afloraron: el choque de la batalla, la mirada de la mujer que había matado, la voz ronca de Akron, y aquel sueño… aquella mujer bajo la lluvia. Y esa Reliquia que nadie había visto. Que solo ella debía encontrar.
Los hilos no se enlazaban.
Suspiró.
Y entonces ocurrió.
Una sensación. Ínfima. Fugaz. Como una vibración extraña, suave pero distinta, en un rincón de su mente. No un pensamiento… sino una presencia. Direccional. Interna.
Se incorporó, inquieta. La sensación desapareció al instante.
Esperó. Nada. Silencio.
Luego, lentamente, formuló de nuevo la pregunta en su interior: ¿Cómo descubrir la Reliquia?
Y la vibración volvió. Más nítida. Como una pulsación. Venida de abajo.
Bajó la mirada.
En el centro exacto de la sala, una pequeña piedra circular, ligeramente distinta de las otras, marcaba la antigua posición de equilibrado vibratorio. Se inclinó, la tocó. No estaba sellada.
La levantó sin esfuerzo.
Bajo la losa, excavado en una cavidad estrecha, reposaba un objeto extraño. Un pequeño dial circular, acompañado de un entramado denso de circuitos miniaturizados. Un artefacto, manifiestamente antiguo, pre-colapso. Intacto.
Alargó la mano, lo tocó con la punta de los dedos.
Un estremecimiento. Leve. No supo decir si venía del objeto o de ella misma. El contacto era tibio, casi vivo.
Lo volvió. En el reverso, una inscripción grabada en caracteres minúsculos, apenas legibles.
Entrecerró los ojos, descifró lentamente, los labios moviéndose sin voz:
«Amplificador-decodificador de armónicas.»
Su corazón se encogió.
La Reliquia.
No era un recuerdo. Era una herramienta.
En el fondo de la cavidad, bajo la Reliquia que aún sostenía en sus manos, Astaria divisó un pliegue de papel cuidadosamente enrollado, protegido en una envoltura de corteza impermeabilizada con resina.
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redemption, post-apocalíptico / fin del mundo, castigo planetario
Editado: 12.09.2025