La humanidad no era ya más que un esparcimiento. Fragmentos de comunidades diseminadas sobre la corteza herida del planeta, aisladas unas de otras por extensiones desiertas, erosionadas, estériles. Las antiguas rutas habían desaparecido, arrasadas por las lluvias ácidas o sepultadas bajo las arenas móviles. La mayoría de las especies animales había desaparecido —solo subsistían las más resistentes, agazapadas en refugios naturales, ocultas a los desórdenes meteorológicos… y a los hombres.
La flora, también, había cambiado de rostro. Ya no se nutría de la Luz, sino de la supervivencia bruta. Escasos eran los lugares donde un suelo permanecía fértil. Bolsas de tierra negra, pequeñas como tumbas, donde algunas comunidades lograban hacer crecer alimentos. Aquellas parcelas se guardaban con tanto fervor como un tesoro antiguo. Marcaban la diferencia entre la vida y la extinción.
Los enfrentamientos se habían vuelto raros. No por sabiduría, sino por agotamiento. La guerra reclamaba una energía que ya nadie poseía. El esfuerzo constante de subsistir dejaba poco espacio para el odio activo. Las distancias, cada vez mayores, y la erosión de los medios de comunicación habían terminado por dispersar a los pueblos.
Pero Ikar caminaba.
Avanzaba, solo, de un islote humano a otro, siguiendo caminos improbables entre las ruinas del mundo. Era misionero de un futuro que muchos juzgaban fantasioso —un sueño mantenido con vida por una fe inquebrantable. Portaba el mensaje y las enseñanzas de Madre Astaria, la fundadora olvidada de la Orden del Amanecer. Desde hacía más de cuatrocientos ciclos, los misioneros de la Orden recorrían el planeta, incansablemente.
¿Su tarea? Reenseñar a los sobrevivientes a querer el bien. A vivir en la ayuda mutua, a sentir al otro, a sanar sus intenciones. Sobre todo, a reconocer que la caída no había sido fruto del azar ni de un dios vengador. Había nacido del hombre. De su orgullo. De su voluntad de dominio. De su rechazo de la propia vulnerabilidad.
Era una misión inmensa. Agotadora. Y, a menudo, sin resultado alguno.
Pero Ikar no desistía.
Había sido formado gracias a la Reliquia del Domo, transmitida de generación en generación. Con ella, percibía —brevemente, fugazmente— ciertas armónicas de la Luz. Fragmentos de un canto antiguo, acordes lejanos, rotos, pero aún audibles para quienes sabían escuchar.
Eso le ayudaba. Para localizar una comunidad olvidada. Para discernir las intenciones de quienes se ocultaban en las ruinas. A veces ofrecía una demostración. Captaba una onda tenue, la canalizaba, la hacía perceptible. Nada extraordinario. Una luz, un sonido, una resonancia. Pero bastaba para despertar una memoria.
Aquel día, atravesaba una llanura agrietada.
El suelo, hendida como una piel muerta, exhalaba un calor sofocante. El extraño sol —aquella esfera brumosa y ardiente, siempre incierta— le golpeaba la espalda, le asaba los pensamientos. En el horizonte, las montañas derrumbadas parecían flotar en la bruma de calor, irreales. Ningún pájaro. Ninguna sombra.
Solo él.
Y la fe.
Ikar seguía una vibración tenue, evasiva, casi borrada.
La conocía bien.
Era la frágil vibración de una concentración humana. No revelaba aún la naturaleza del grupo, ni su tamaño, ni sus intenciones. Quizá solo unas pocas almas en suspenso, errando en los últimos repliegues del mundo. Quizá un núcleo estable, capaz de resistir aún algunos ciclos. La armónica era demasiado débil, como un aliento tras un muro. Pero suficiente para guiar sus pasos.
Se internó en una garganta estrecha, donde los altos farallones recortaban el cielo en una banda de luz angosta. El calor declinaba lentamente. La pendiente era suave, interrumpida por escalones irregulares. Por momentos, apoyaba la mano en la tierra para sentir la vibración filtrarse a través de la piedra.
Una hora después, alcanzó un circo rocoso. Un repliegue de la montaña, cerrado, silencioso, lavado por el tiempo.
Se detuvo.
Allí, el aire era distinto. Más fresco. Un velo de humedad flotaba. Finos hilos de agua rezumaban de las paredes, deslizándose entre las capas, alimentando cojines de musgo apagado. El silencio era denso, pero acogedor.
Fue entonces cuando cinco hombres surgieron. Siluetas tensas, apareciendo entre los bloques de piedra con la precisión de depredadores. Sus brazos blandían lanzas afiladas, hechas de hueso, de metal oxidado, de madera endurecida.
Uno de ellos avanzó, implacable:
—¿Qué vienes a hacer aquí?
Ikar no retrocedió. Plantó su mirada en la suya, sereno.
—Traigo la palabra de Madre Astaria… y una prueba de sus revelaciones.
Una risa breve, casi cansada, recorrió al grupo.
—Otro iluminado más —sopló el hombre—. No nos interesas.
Ikar no respondió. Había oído otras, y peores. Guardó silencio, dejando que el instante se prolongara, y emprendió lo que, a veces, abría una grieta: intentó sondear sus intenciones.
Al principio, nada. Una superficie dura. Cerrada. Defensiva.
Luego, de pronto, una vibración. Pero no era la suya. Era la del otro, que lo tocaba. Una presencia inquisitiva, silenciosa, que rozaba el umbral de su mente. Curiosa. Sorprendentemente joven.
Una voz resonó, detrás de él:
—Está intentando vibrar con vosotros.
Ikar se volvió lentamente.
Un niño pequeño, de apenas diez ciclos, estaba sentado en una roca ancha, dominando la escena. Sus pies desnudos golpeaban la piedra con cadencia, y su rostro, marcado de polvo, sonreía sin miedo.
—¿Quién es Astaria? —preguntó, con los ojos brillantes.
Los hombres quedaron inmóviles. Uno se volvió hacia el niño.
—Tarek. No hables con extraños.
Pero el niño no escuchaba. Su mirada permanecía fija en Ikar. Su sonrisa había desaparecido. Estaba atento, concentrado.
Ikar inclinó levemente la cabeza, sin apartar los ojos.
—Astaria… es quien volvió a enseñar a escuchar la Luz, cuando ya nadie la oía.
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redemption, post-apocalíptico / fin del mundo, castigo planetario
Editado: 12.09.2025