SUEÑO
Bajo la lluvia azotante, una mujer se erguía, sola, sobre un promontorio de piedra cercado de musgo, envuelta en una túnica clara que abrazaba el viento y la lluvia como una ofrenda frágil. Sus manos, alzadas con dulzura, parecían esbozar una oración muda, una invocación a la luz en este mundo donde la oscuridad reinaba sin reparto.
En torno a ella, el cielo, cargado de tormentas, se desgarraba en cataratas grises, y el agua inundaba el suelo como un sudario sobre la piedra fría. Los muros antiguos, negros de musgo y de lluvia, daban testimonio de un tiempo ya ido donde la vida había cedido bajo el peso de la ruina.
Sin embargo, permanecía, viva, en ese caos de viento y de lluvia, como una llama frágil que se negaba a apagarse en la noche del mundo. La lluvia corría por su piel, iluminándola con una palidez casi sagrada, y cada gota se volvía una bendición en la inmensidad sombría.
En aquel lugar donde la muerte se imponía en el silencio del cielo, ella era la vida, orante, despierta, alzada como un soplo contra el abismo, y su cuerpo se volvía un santuario, una resistencia silenciosa contra la erosión del tiempo y de la desesperanza.
Oraba no solo por sí, sino por el mundo, para que la luz regresara, para que la lluvia lavara las antiguas dolencias, y para que en esa noche profunda la humanidad hallara aún la fuerza de levantarse, de amar, de vivir.
Ikar emergía apenas del sueño, hondamente conmovido, creyendo haber soñado con Astaria. Quería creerlo. Si no, ¿qué sentido darle?
Pero aquella extrañeza, aquel realismo, lo perturbaban más de lo que quería admitir.
El día, afuera, parecía dudar en entrar en la Piedra hueca. La oscuridad persistía en los ángulos, y la humedad fría pesaba sobre sus párpados. Sin embargo, percibió casi de inmediato una agitación inusual. Una tensión en el aire. Ecos precipitadamente contenidos, voces amortiguadas entre las paredes de piedra.
Se incorporó, se puso la capa y salió.
En la sombra aún gris del circo, las miradas se volvían hacia él. Suspicaces. Para algunos, francamente acusadoras.
La mujer de la túnica de musgo se acercó a grandes zancadas. Su rostro estaba cerrado, tenso.
—¿Hablaste con Tarek? —preguntó sin rodeos.
—Intercambiamos una frase… antes de ir a dormir cada cual por su lado —respondió Ikar, desconcertado.
—¿Lo has visto esta mañana?
Negó con la cabeza.
—No. ¿Por qué esas preguntas?
—Ha desaparecido.
Su voz era dura, pero la inquietud vibraba por debajo. Los murmullos a su alrededor confirmaban la agitación. Grupos registraban metódicamente cada rincón del lugar, llamando el nombre del muchacho. Sin respuesta.
Ikar cerró los ojos, buscando en sí una vibración significativa. No percibía a Tarek directamente. No había rastro de intención clara. No había pulsación individual.
Pero sintió otra cosa. Una armónica colectiva, emitida por todos esos seres a la vez. Un tapiz vibratorio.
La inquietud.
Flotaba en el aire como una bruma. No violenta. Pero profunda.
Su primera lectura fue engañosa: creyó que la inquietud dominaba. Sin embargo, afinando la percepción, comprendió. La inquietud venía de los adultos. Pero una tristeza, más antigua, más íntima, venía de otro lugar.
Tarek, murmuró para sí.
Se dirigió al mayor del consejo, el que le había permitido quedarse.
—¿Existe un sitio… particularmente triste para él? —preguntó con calma.
Los presentes intercambiaron miradas embarazosas. Varios bajaron los ojos. Todos lo sabían. Pero nadie quería responder.
Entonces se alzó una voz, seca:
—La tumba de su madre.
Otro añadió, casi en un susurro:
—No vamos allí. Los fantasmas del pasado… siguen presentes. Hay que esperar a que vuelva.
Ikar asintió lentamente.
—Esos fantasmas no me asustan —dijo—. Puedo ir.
Las miradas se endurecieron, se asombraron. Algunos vieron en ello una ocasión propicia de librarse de él sin demasiadas formas.
—Ve, entonces —dijo el jefe del consejo—. Y mira si está allí.
Le señalaron un antiguo sendero, casi borrado, que serpenteaba hasta una meseta rocosa por encima del circo. Precisaron que el trayecto duraba menos de una hora… pero que, más allá del último mojón, estaría solo.
Ikar tomó el camino sin decir nada.
Cuanto más subía, más se atenuaba la inquietud colectiva. Pero otra cosa, más sutil, tomaba el relevo.
Un flujo extraño parecía emanar de la propia meseta. Una vibración compleja, localizada, fluctuante. Ganaba intensidad a medida que avanzaba.
Luego, empezó a oír. No sonidos. Sentimientos.
Intenciones.
Recuerdos.
Armónicas antiguas, disyuntas, dispersas, que intentaban rearmarse.
Y entonces lo vio.
Tarek. Sentado a piernas cruzadas sobre una losa de piedra. Perfectamente inmóvil.
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redemption, post-apocalíptico / fin del mundo, castigo planetario
Editado: 12.09.2025