De la antigua civilización de Atim-Nar-Vil no subsistía más que un recuerdo difuso, esparcido entre las pocas comunidades humanas que habían sobrevivido a la larga noche del EntreEspacio. Dispersos a los cuatro vientos, esos bolsillos de vida humana se habían desplazado lentamente, generación tras generación, en busca de tierras respirables, de bolsas de claridad, de lugares que aún susurraban bajo la piedra, bajo el agua o en los vientos: fragmentos de lo que los antiguos llamaban Luz.
Quienes guiaban esos frágiles éxodos ya no se llamaban jefes, sino Sensibles.
No eran poderosos ni elegidos, sino simplemente abiertos.
Oían, en el caos vibratorio de los flujos residuales, algo:
una disonancia, una nota escondida, un llamado. Y, a veces, una respuesta.
Así fue como los sobrevivientes convergieron poco a poco hacia lugares donde la Luz no estaba ausente, sino torcida, comprimida en nudos de armónicas caóticas. Paradoja extraña: cuanto más inestable era el flujo, más capaces parecían los Sensibles de extraerle un sentido. No siempre comprendían lo que percibían. Pero sabían escucharlo.
El recuerdo de la Orden del Amanecer se había extinguido.
Y la Reliquia del Domo, sepultada en algún lugar bajo los deslizamientos del mundo, no existía ya sino en unos pocos relatos borrosos transmitidos por generaciones olvidadas.
Pero dos nombres permanecían, dos figuras vueltas fundacionales en las leyendas del Pueblo Escindido:
— Astaria, la primera que comprendió.
— Tarek, el primero que transmitió.
Pueblo Escindido: así se nombraba a esos millares de mujeres y hombres separados, pero unidos por la frágil conciencia de pertenecer a una historia común. Vivían lejos unos de otros, pero algo subsistía: los Sensibles lograban reconocerse, y en casos raros, intercambiar sin palabras, por vibraciones pensadas, por reminiscencias de armonía.
No bastaba para forjar una civilización, ni siquiera una red verdadera.
Pero era una esperanza concreta.
Un pacto tácito: el mundo cayó porque lo herimos.
Y desde ahora, debemos vivir de otro modo.
Ese cemento ideológico, nutrido por los relatos transmitidos de hogar en hogar, fortalecía a los Sensibles, y a través de ellos mantenía la orientación moral del Pueblo Escindido:
— Rechazar la explotación.
— Vivir en interdependencia.
— Buscar la Luz, no para dominarla, sino para acogerla.
No siempre era fácil.
A veces, algunos grupos recaían en el egoísmo o en la violencia.
Pero la presión del colectivo, de la historia y, sobre todo, de los Sensibles, devolvía lentamente a cada cual a esa certeza común: la única manera de apaciguar el planeta era apaciguarse a uno mismo.
Tarek-Anil era, desde hacía numerosos ciclos, el Sensible titular de la Garganta Brumosa —así se llamaba el repliegue montañoso donde sobrevivía aún la comunidad del primer Tarek. Su nombre de nacimiento era Anil, pero, como dictaba la costumbre del Pueblo Escindido, quienes veían reconocido su don vibratorio tomaban el nombre de su linaje espiritual. Se convirtió en un Tarek.
Consciente del peso de su papel, aceptaba los sacrificios que exigía, incluso el alejamiento prolongado de su compañera y de los suyos. Su cotidiano estaba hecho de exploraciones silenciosas y largas meditaciones, destinadas a captar las armónicas del suelo para descifrar en ellas indicios de subsistencia: humedad propicia, vegetales ocultos, afloramientos de minerales, ecos tenues de vida. Sabía que el menor estremecimiento de la Luz podía salvar varias vidas.
Aquella tarde se había instalado cerca de la antigua losa sagrada, a las afueras de la aldea, como a menudo. Un saliente rocoso lo protegía del sol fantasma, esa lumbre anaranjada y abrasadora que mordía la tierra y la carne en cuanto atravesaba las brumas. El flujo que ascendía de la tierra seguía allí —vasto, profundo, de intricada complejidad. Lo escuchaba. Lo interrogaba. Había que emitir, esperar y confiar en una respuesta.
Pero cuando comenzaba a sentir leves ecos, una niebla mental se alzó de pronto entre las rocas. Al principio ligera, se espesó en silencio hasta velar las modulaciones más finas. Las armónicas se enturbiaron, las respuestas se apagaron.
Tarek-Anil frunció el ceño, su respiración se ralentizó. ¿Era el flujo que se retiraba, o su propia percepción la que se apagaba? Aquella pregunta la temía desde sus primeros años de formación. Un miedo sordo, agazapado tras cada meditación: el de no oír más la Luz.
Tarek-Anil perdió súbitamente el contacto con el mundo que lo rodeaba. No fue pérdida de conciencia ni desvanecimiento, sino un desliz silencioso, un bascular lento como cuando uno se duerme a su pesar, arrebatado hacia un otro lugar sin transición. No supo decir si caía o se elevaba.
Soñó.
Pero no era un sueño ordinario. Era una realidad otra, absoluta, tejida de evidencia.
SUEÑO
La mujer estaba de pie sobre una losa de piedra. Fascinante.
El cielo, bajo, desgarrado por lumbres frías, pero su rostro portaba una paz antigua, intacta. No temblaba. El agua le corría por los párpados cerrados, como lágrimas que el mundo derramaba en su lugar.
A su alrededor, el silencio vibrante del EntreEspacio parecía haberse condensado. El aire mismo se antojaba cargado de oraciones mudas. No necesitaba palabras: todo su ser hablaba, y la Luz —aun herida— escuchaba.
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redemption, post-apocalíptico / fin del mundo, castigo planetario
Editado: 12.09.2025