Koril, planeta de los soplos antiguos, permanece suspendido en el canto profundo de la galaxia. Desde hace miles de ciclos, sus habitantes —los Korilianos— cultivan una relación íntima con la Luz, no como fuente de energía, sino como presencia, como aliento, como conciencia difusa que enlaza todas las cosas.
Doce ciclos atrás, un vínculo inédito se había tejido.
Un planeta vecino —Atim-Nar-Vil— dejó aparecer su señal, tenue pero coherente, en el EntreEspacio. La interferencia vibraba en una frecuencia inusual, como un llamado imperfecto. Intrigados, los Korilianos respondieron.
Su nave áurica atravesó la trama de lo real sin movimiento, sin velocidad: se integró en la armónica que unía los dos mundos. Y así, Atim-Nar-Vil se les reveló: bella, dinámica, en plena efervescencia tecnológica, pero desafinada.
Porque si los Narvilianos conocían la Luz, ya no la escuchaban.
La usaban.
Con gratitud, al principio. Luego con prisa. Después, sin respeto alguno.
Los Korilianos intentaron enseñar. Les ofrecieron el conocimiento del Aura, esa modulación viva de la Luz, y les revelaron la respiración del EntreEspacio, que permitía ir de un mundo a otro sin movimiento, sin inercia, como un soplo del espíritu.
Un soplo convertido, ay, en arma.
Atim-Nar-Vil no esperó. Amplificó sus investigaciones, sus usos, sus desvíos. Intentó capturar lo que debía permanecer libre.
Y la Experiencia fue desencadenada.
El soplo se rompió.
El planeta se contrajo, se oscureció, se enquistó en una bolsa del EntreEspacio, fuera de toda vibración audible. Un silencio absoluto. Una extinción vibratoria.
Los Korilianos no buscaron intervenir. No era su papel.
Pero algunos, entre los más antiguos, entre los más atentos, sintieron un escalofrío de espanto: porque si la Luz podía desaparecer así, ¿qué quedaba por esperar para los demás mundos?
Enviaron una nave áurica, un Ser-Sonda semivivo, capaz de sentir más que de ver. Su misión: permanecer allí, al borde del vacío, y escuchar.
Los ciclos pasaron.
Un día, un fragmento emergió.
Un objeto rústico, proyectado desde la bolsa perdida. Un cilindro erizado de antenas y de emisiones arcaicas. Ondas, sonido, imagen. Todo parasitado, pero legible. Rostros agotados. Palabras de esperanza. Un mundo destruido que aún tendía la mano.
La nave lo recogió, lo transmitió.
En Koril, los ancianos murmuraron: La Luz no lo ha abandonado todo.
Pero la esperanza fue breve. Nada siguió. La trama permaneció cerrada.
Hasta ese día imperceptible, muchos ciclos después, en que la nave detectó una falla. Ínfima. Una tensión en la misma urdimbre del EntreEspacio. Y a través de ella, un flujo, tenue, casi imaginario, pero real.
Un hilo de Luz.
Entonces, algunos Korilianos volvieron a hablar de Atim-Nar-Vil. De la herida. Del castigo. Y quizá… de una curación.
Pero el rumor pronto quedó cubierto. Otras urgencias, otros silencios ocuparon los espíritus.
La nave áurica, sin embargo, no olvidó.
Sin nombre, sin prisa, permanecía allí, en el límite del mundo maldito, paciente e inmóvil, tejida en las fibras de lo real.
Se llamaba Morgos de Tromwal, y quienes lo habían conocido en sus años de plena actividad sabían que no era simplemente un científico: era un poeta de la estructura invisible.
Iniciador del Canto de los Vectores, disciplina extraña y bella nacida en la encrucijada de las matemáticas del flujo y de las meditaciones sobre el EntreEspacio, Morgos no buscaba dominar las fuerzas, sino escucharlas cantar. Describía los desplazamientos áuricos no en términos de propulsión, sino como inflexiones del tejido vibratorio, deslizamientos armónicos. Para él, cada trayecto de una nave áurica era una melodía deformando sutilmente la trama del universo.
Pero tras los coloquios prestigiosos y las ecuaciones de geometrías cambiantes, Morgos alimentaba una obsesión que apenas confesaba: la persistencia del planeta desaparecido, Atim-Nar-Vil.
En un rincón de su laboratorio suspendido sobre los arcos líquidos de la ciudad-nébula de Narliss, Morgos había establecido una conexión discreta con la nave áurica en espera en los límites de la posición teórica de Atim-Nar-Vil. Una estación de escucha que ya nadie consultaba. Pero Morgos, sí, escuchaba.
Y lo que oía desafiaba toda lógica.
Los registros brutos, a menudo fragmentarios, mostraban un fenómeno inédito: fallas múltiples abriéndose en el EntreEspacio sin destino.
Y, sin embargo, de esas fallas emergían intenciones. Ecos de emociones, fragmentos de pensamientos, sin voz ni dirección. Como si el planeta engullido hablara a través de las cicatrices de su propia desaparición.
Morgos, envejecido, se apasionaba más que nunca. A los 227 años, sabía que no tendría tiempo de culminar la comprensión de ese misterio.
Lo anotó todo. Codexa, interfaces aurales, cristales vibrantes, cuadernos escritos a mano: multiplicó las formas para que nada se perdiera.
Solo había tenido una hija, tardíamente.
Azda.
Ella llevaba en sí el fuego frío de Koril: brillante, exigente, e impregnada desde la infancia por los relatos de un mundo desaparecido, de un entrelazamiento secreto entre el Aura y la realidad.
A la muerte de Morgos, heredó el laboratorio y sus enigmas.
Las notas sobre Atim-Nar-Vil formaban un mundo aparte. Y cuando Azda las recorrió en su totalidad por primera vez, algo se resquebrajó en su propia certeza científica.
¿Y si el velo no fuera permanente?
¿Y si, como sugería la última intuición de su padre, el EntreEspacio estuviera dispuesto a volverse, a plegar sus ángulos, a liberar lo que retenía?
La pregunta que ardía entre las líneas era vertiginosa: ¿Y si el planeta, o lo que quedaba de él, pudiera regresar? Tal vez no reaparecer bruscamente, sino reinsertarse poco a poco en el mundo real, como un recuerdo recosido.
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redemption, post-apocalíptico / fin del mundo, castigo planetario
Editado: 12.09.2025