Tarek-Anil regresó a su hogar a una hora avanzada de la “noche”, si es que esa palabra aún tenía sentido aquí, bajo este cielo naranja inmóvil.
Había deambulado largo rato por las arterias huecas de la comunidad, pasando de un enclave a otro, escuchando, observando, y luego guardando silencio.
Buscaba comprender lo que no se dejaba comprender.
Poner nombre a una evidencia aún informe.
La pequeña caverna que compartía con su compañera —una antigua oquedad adosada a un lienzo de acantilado derrumbado— se le antojó de pronto extraña.
Reconoció los contornos familiares: la curva del muro pulido por los años, el lino áspero tensado a la entrada, los bloques de sal amontonados en un rincón. Pero algo había resbalado.
El mundo que creía estable quizá acababa de cambiar.
Con pasos amortiguados, penetró en la sombra, y se arrodilló ante el hogar.
Reavivó la llama, no con madera —desaparecida desde generaciones—, sino con una mecha trenzada de algas fósiles y resina endurecida, encendida con un sílex calentado contra la roca.
El fuego así obtenido no calentaba de verdad. Sobre todo protegía de la humedad rezumante que se infiltraba por todas partes, lenta y persistente, como un recuerdo de lo vivo.
Su compañera despertó al sentir su presencia.
Sus ojos, aún bañados de sueño, lo escrutaron con ternura, y luego se llenaron de una inquietud muda.
Se acercó, posó la mano en su brazo.
—Anil… ¿qué te ocurre? Estás tan pálido… Pareces haber huido de algo.
Él no respondió enseguida.
Desvió la mirada, se perdió en las llamas azuladas.
Luego, en un soplo:
—He encontrado un fantasma.
Ella no entendió. Él prosiguió, con voz vacilante:
—Una mujer. Real. Pero irreal. Venía de otra parte… de un “otra parte” que ni siquiera sé situar.
Me habló y me interrogó. Como si me hubiera estado esperando desde hace mucho.
Y ahora… debo hacer algo. Pero no sé qué.
Cerró los ojos. En el eco de sus palabras, la presencia de Azda vibraba aún, sutil e indeleble.
Su compañera no respondió de inmediato.
Se sentó junto a él, en silencio, y apoyó la cabeza en su hombro.
Le preguntó si estaba seguro de no haber soñado. Él sonrió, y admitió que se hacía la pregunta… pero que todo en él susurraba que había sido real. Sin embargo, ignoraba cómo convencer a otros, incluso entre los Sensibles.
Entonces ella le habló largamente, con voz dulce y firme. Lo apaciguó, le sugirió que descansara, le prometió que todo sería más claro al amanecer.
Él se recostó contra ella, en busca de un contacto físico, de un ancla concreta en la realidad. Pero el sueño lo rehuía. Permaneció despierto… hasta que un estremecimiento lo atravesó, haciéndolo sobresaltarse.
La voz de Azda resonó en su mente, mucho más fuerte que cuanto había conocido del mundo vibratorio. Estaba allí, por todas partes, en él y a su alrededor:
«No vengo a abrir vuestras cadenas. Vengo a ayudaros a comprender cómo volverlas inútiles.»
Una pausa, breve y suspendida. Luego:
«No os reconduzco hacia la Luz. Os recuerdo a vosotros mismos.»
Y por fin, más lentamente:
«Los Sensibles deben buscar la vibración de origen del mundo de Atim-Nar-Vil, su intención primera, antes de la perversión por el orgullo. Y hacer aflorar ese recuerdo en los supervivientes —no en palabra, sino en resonancia.»
Aquellas palabras se imprimieron en la conciencia de Tarek-Anil como un fuego sagrado. Su compañera, despertada por su movimiento brusco, lo miró con espanto. Tenía los ojos muy abiertos, fijos en un horizonte que ella no veía. Temblaba de todos sus miembros.
En la meseta desértica, sobre el pueblo, Azda rompió el vínculo.
Luchó por regresar a una percepción más ordinaria del mundo. En su mano, el cristal ehtroxiano ardía.
Acababa de utilizar su poder para enlazar, por unos segundos, todos los flujos vibratorios de Atim-Nar-Vil… e inscribir en ellos su mensaje.
Un mensaje que no provenía únicamente de ella. Un mensaje de esperanza.
Azda repasaba con minucia las distintas fases de su contacto con la matriz vibratoria del planeta. Se aplicaba a aislar los elementos más significativos y potencialmente utilizables, sin descuidar jamás las sensaciones ni los sentimientos profundos que vehiculaban.
Antes que nada, había comprendido que la Luz de Atim-Nar-Vil no esperaba sumisión ni adoración. Sino una forma de mea culpa de los supervivientes. No por ella misma, pues la Luz no juzga. Sino porque ese reconocimiento humilde y sincero era necesario para permitir la remodulación de las armónicas colectivas del Pueblo Escindido. Una condición previa para todo renacimiento.
Después venía la necesidad de re-acordarse —no sobre un pasado caduco, sino sobre la creación de vibraciones nuevas, intemporales, capaces de llevar a las generaciones futuras más allá del trauma. Una promesa inscrita no en palabras, sino en resonancia.
Azda había traducido esas expectativas tras una de las inmersiones más profundas jamás intentadas en los márgenes del EntreEspacio, sostenida —estaba segura— por el Pensamiento de un mundo. El Pensamiento mismo de Atim-Nar-Vil.
El vértigo, omnipresente, ya no la abandonaba. Porque iba comprendiendo poco a poco la magnitud de lo que acababa de vivir. De lo que había llegado a ser.
Y aunque aún no se atrevía a formulárselo con claridad, se estaba convirtiendo, en la evidencia desnuda de esa misión, en la más excepcional especialista del Aura y de la Luz que Koril hubiera dado jamás.
Cuando por fin terminó la introspección, dos certezas se habían anclado en ella, límpidas como armónicas perfectas.
Sabía dónde reencontrar la vibración primitiva.
Y sabía qué compromiso profundo y duradero debía unir de ahora en adelante a los vivos del Pueblo Escindido.
Tarek-Anil se había precipitado fuera de su caverna, las manos apretadas contra las sienes, el ánimo sacudido, asediado. Las palabras de Azda resonaban todavía en su conciencia —incandescentes, inolvidables—, pero ya no estaban solas. Una cacofonía de voces asustadas y trastornadas se había alzado en él como una marea súbita. Pensamientos ajenos, ecos de espanto y estupor, súplicas, preguntas sin fin.
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redemption, post-apocalíptico / fin del mundo, castigo planetario
Editado: 12.09.2025