La columna se había formado en lo que convenían en llamar la mañana: veinte Sensibles venidos de los cuatro rincones del Pueblo Fragmentado. Los demás, que permanecían en sus comunidades, mantenían el vínculo vibratorio con la marcha, transmitiendo noticias y alientos mientras continuaban con sus tareas cotidianas.
La ascensión por la ladera de la caldera comenzó en un silencio resuelto. La pendiente, pedregosa y erosionada, imponía una elección constante: hallar un recorrido que no quebrara el impulso, pero que siguiera siendo practicable para todos. Los cuerpos, aun entrenados, tropezaban con la irregularidad del terreno, y cada pausa no era más que un respiro arrancado al vacío.
La cima los recibió con una niebla espesa, saturada de humedad, que borraba toda perspectiva. Imposible adivinar la forma del lago, ni siquiera si realmente estaba allí. El viento, húmedo y frío, mordía los rostros. Se alimentaron frugalmente, sentados sobre rocas resbaladizas, en una atmósfera gélida que puso a prueba a los Sensibles menos preparados. La pausa fue breve, pues quedarse inmóviles equivalía a dejarse ganar por el entumecimiento.
El descenso se emprendió a ciegas. Fue largo, agotador, salpicado de pasajes escabrosos donde hubo que ayudarse mutuamente, a veces desmontar los módulos de embarcación para poder deslizarse. Por momentos, el camino parecía cerrarse, y había que retroceder para encontrar un paso practicable. La última parte resultó la más dura: la orilla no era una playa sino un acantilado vertical. Hubo que seguir su línea sombría durante horas antes de encontrar una grieta lo bastante amplia para deslizarse hasta abajo.
Cuando por fin alcanzaron la orilla del lago, el cansancio era tal que no se intercambió palabra alguna. Cada uno buscó instintivamente un rincón bajo las rocas, al abrigo relativo de la niebla, para envolverse en sus mantas. El sueño, más fuga que reposo, se llevó a los más afortunados… hasta que una lluvia torrencial se abatió sobre ellos, gélida, cortante, acabando de helar a los menos abrigados.
Azda, insensible al frío, no sentía esos tormentos en su carne, pero sufría al ver a sus compañeros tiritar, los labios azules y las manos temblorosas. Observaba también el extraño silencio que se había impuesto. Las vibraciones caóticas del Anillo, percibidas desde hacía días, acababan de interrumpirse en seco con su llegada a la orilla. En su lugar, otro fenómeno se imponía: un rumor de fondo, muy difuso, casi imperceptible… y que no se parecía a nada. Ni pulsación, ni modulación, ni eco conocido. Como si algo hubiera borrado la trama misma del mundo.
Azda, turbada por aquella sensación desconocida, no percibió de inmediato el pánico que se apoderaba de los Sensibles. Intercambiaban miradas inquietas, intentando comprender lo que ocurría. Cuando trató de percibir sus armónicas, no encontró… nada. Ningún vínculo. Y ellos mismos habían perdido todo contacto vibratorio, no solo entre ellos, sino también con los Sensibles que habían quedado en las comunidades.
Bajo la lluvia torrencial, Azda concentró todas sus facultades. Ninguna armónica superior: ni las surgidas de los espíritus ni las de la textura telúrica del planeta. Entonces se orientó hacia las vibraciones bajas, las que estructuraban la materia y la temporalidad, tan antiguas y estables que nadie había pensado jamás en alterarlas. Estaban allí, sí, pero desordenadas —sobre todo hacia el lago.
Al levantar la cabeza, constató que los Sensibles se habían acercado instintivamente a ella, esperando una explicación, aunque respetando su silencio. Azda recorrió los rostros tensos, buscando en el instante una teoría capaz de aportar al menos un fragmento de consuelo. Al fin y al cabo, ese era su dominio, y se suponía que debía sobresalir en él.
Cuando habló, las palabras se ordenaron por sí solas, y a medida que hablaba, se sorprendió de encontrar coherente la hipótesis que esbozaba.
Les dijo que la Experiencia había sido desencadenada allí, sin duda desde la estructura ovoide erguida en la isla. Que esta había intentado captar y aprisionar la Luz, y que lo había logrado… al menos en parte. Que las vibraciones altas habían desaparecido en todo el cráter, y que era posible que la materia misma, tal vez incluso el tiempo, hubieran sido alterados.
Y que la respuesta a su búsqueda se encontraba necesariamente en la estructura central. Concluyó: había que reconstruir las balsas, y quienes estuvieran dispuestos la acompañarían hasta el final del camino.
Los Sensibles se miraron, vacilantes. Luego, como movidos por una resolución silenciosa, se pusieron manos a la obra.
Bajo las directrices de Azda y de Tarek-Anil, desplegaron los elementos que habían cargado en sus espaldas desde el inicio del viaje: secciones de flotadores huecos de materia sintética antigua, ensamblajes de tablas ligeras con fijaciones modulares, cuerdas tratadas contra la humedad. Cada embarcación debía poder desmontarse y transportarse al hombro, pero una vez armada, formaba una balsa estable capaz de llevar a dos o tres pasajeros. Los gestos eran precisos, casi rituales.
Pronto advirtieron que la bruma que los asediaba desde su llegada a la cima de la caldera cambiaba de naturaleza. Se espesaba, pero no como lo haría un vapor de agua: era un difuso en movimiento, una materia indefinida que parecía absorber los contornos del mundo. La lluvia, en cambio, cesó tan bruscamente como un telón que se levanta. Los Sensibles intercambiaron miradas tensas, pero prosiguieron con el ensamblaje.
Cuando las balsas fueron echadas al agua, cada uno tomó su lugar en un silencio casi religioso. Apenas abandonaron la orilla, la nueva bruma los envolvió totalmente, cortando toda vista de la caldera y ocultando a veces la superficie del lago. Por momentos, el agua desaparecía literalmente bajo ellos, devorada por una transparencia extraña, como si su embarcación flotara en un vacío líquido. En otros instantes, la superficie volvía a hacerse visible, agitada de olas caóticas que se cruzaban en todos los sentidos, como un eco desordenado de vientos que no existían.
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Editado: 12.09.2025